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Este libro (y esta colección)

Prefacio a esta edición

En busca de la mente

El origen de los conceptos aritméticos se remonta a los tiempos más antiguos

Las leyes psicofísicas de la aritmética mental

Las neuronas de los números

La cronometría mental de la decisión numérica

Las leyes neurales de la toma de decisiones

La descomposición de una operación mental

Los mecanismos del reconocimiento visual de palabras

La coordinación de varias operaciones mentales

La supervisión central y su vínculo con el acceso a la conciencia

A modo de conclusión

Stanislas Dehaene

En busca de la mente

El largo camino de la ciencia para comprender la vida mental (y lo que aún queda por descubrir)

Lección inaugural dictada en el Collège de France el 27 de abril de 2006

Traducción de Luciano Padilla López

Stanislas Dehaene

© 2006, 2018, Stanislas Dehaene

© 2018, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Este libro (y esta colección)

Si pudieras olvidar tu mente / frente a mí, / sé que tu corazón / diría que sí.

Charly García, “Seminare”

La escena es de película francesa. La nueva luminaria de las ciencias es elegida como catedrático en el célebre Collège de France y, como es de rigor (al fin y al cabo, se trata de un “colegio”), debe dictar su primera clase.

Eso es el Collège: un lugar donde, tal cual informa su lema, se puede “enseñar todo”. Allí, en la calle de las escuelas –no podía ser de otra manera– nació en el siglo XVI para dictar como clases y conferencias las materias que le sobraban a la vecina Sorbona, incluida la matemática, que por lo visto no gozaba de la mejor prensa en el París de la época (poco después llegaría Descartes para tomar cartas en el asunto). Y nuestro héroe actual es, como veremos, matemático, entre otros felicísimos pergaminos.

Pero ¿para quién son estas célebres clases y conferencias? Para cualquiera que desee tomarlas, con la condición de no pedir a cambio nada más que el goce del conocimiento. Sí: en este lugar donde se persigue “la idea de una investigación libre” y son seleccionados los mejores de los mejores académicos franceses, no se entregan títulos ni certificados, sólo sabiduría.

Y allí va nuestro héroe, entonces, a su clase. Carraspea, bebe un sorbo de agua, saluda a tres generaciones de maestros, colegas, alumnos y comienza la lección con que inaugura la cátedra de Psicología Cognitiva Experimental. Un momento: es necesario deconstruir tan pomposo título. Psicología: el estudio de la psique, o sea… del alma, aunque ahora, con tanto o más misterio, la llamemos “mente”. O sea una búsqueda de entender qué hacemos, por qué lo hacemos e intuir lo que no se ve y que motiva el comportamiento. (Y después de varias décadas la Psicología vuelve a entrar por la puerta grande de la gran institución del saber francés.) Cognitiva: nos quedamos más del lado de adentro, con esos procesos mentales que nos hacen leer, contar, decidir, recordar, emocionarnos. Experimental: sí, todo eso puede estudiarse mediante experimentos, en laboratorios, con instrumentos lectores de cerebros.

Y sin duda nuestro flamante catedrático es uno de los más importantes descifradores de mentes del mundo. Ojo: no es que todos estén de acuerdo en su propósito. Existen quienes afirman que entender la mente, el pensamiento o la conciencia son ejemplos de “el problema difícil”: aquel que, por más que nos esforcemos, siempre nos resultará esquivo, como si las leyes de la naturaleza no nos alcanzaran para comprender una de las cuestiones más complejas del universo. Afortunadamente, esta lección desgrana una a una las evidencias que dan esperanza de que sí, de que estamos hechos para conocer y conocernos, y con los experimentos y análisis adecuados, conquistaremos la mente. Claro que para entenderla necesitaremos un ejército de disciplinas: la psicología, sí, pero también la neurobiología, la física, la matemática, la computación y la filosofía.

Está bien: con cada paso que damos, la meta parece alejarse un poquito, porque se nos abren nuevas –y fascinantes– preguntas. Pero, a diferencia de la paradoja de Zenón (aquella de Aquiles y la tortuga), a veces damos pasos más largos y, en una verdadera iluminación, aprendemos a mirar distinto, y de pronto descubrimos cómo hace el cerebro para contar hasta diez, para leer sus primeras o últimas palabras, para saber que tiene al resto del cuerpo atado y que ese cuerpo siente, duele, se mueve y se emociona. Quien ha dado algunos de los pasos más largos en esta carrera no es otro que el mismo Stanislas Dehaene, quien nos habla en esta clase inaugural y en estas páginas, quien ya nos deslumbró con otros títulos maravillosos en esta colección y quien –además de dar clases en el Collège de France, dirigir su laboratorio o ganar el mayor premio mundial en neurociencias– últimamente anda asesorando al presidente de su país en cuanto a cómo aprovechar todo lo que sabemos del cerebro y aplicarlo en la educación. Y allí nos lleva, en busca de la mente.

Saquen sus cuadernos y… silencio, que comienza la clase.

La Serie Mayor de Ciencia que ladra es, al igual que la Serie Clásica, una colección de divulgación científica escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.

Ciencia que ladra… no muerde, sólo da señales de que cabalga.

Diego Golombek

Prefacio a esta edición

Los albores de la ciencia psicológica

“El hombre común se maravilla ante cosas fuera de lo común. El hombre sabio se maravilla ante lo que forma parte del sentido común.” Sin ánimo de alardear, diré que esa máxima atribuida a Confucio hace de mí un gran sabio, ya que, de comienzo a fin, mi tesis de ciencias se ocupaba de la más banal de las preguntas: ¿cómo comparamos dos números y llegamos a decidir que 3 es mayor que 2?

Como ustedes, lectores, descubrirán más adelante en este mismo libro, no sólo esta pregunta es todo, menos evidente, sino que representa el epítome de las leyes más generales de la toma de decisión humana. Al analizar la comparación de dos números, entenderemos cómo el cerebro representa una información, cómo toma una decisión y qué arquitectura neuronal le permite realizar este tipo de operaciones.

La ciencia psicológica, tal como la entendemos en nuestros días en clave cognitiva, busca comprender y formalizar en ecuaciones las operaciones primarias de la mente humana. Por eso, suelen interesarle las situaciones más banales de la vida cotidiana: ¿cómo reconocemos un rostro? ¿Cómo comprendemos el sentido de una palabra? ¿Por qué nos reímos? ¿Qué mecanismos nos permiten almacenar en la memoria un número de teléfono? ¿Cómo sabemos si acabamos de cometer un error? ¿Qué pasa cuando tenemos una palabra en la punta de la lengua?

Según el filósofo y matemático inglés Alfred North Whitehead, “hace falta una mente muy poco corriente para acometer el análisis de lo obvio”.[1] Ahora bien, la existencia de la mente es obvia, la damos por sentada: pensamos, luego existimos (nada más inmediato y menos misterioso que esto). En cualquier rincón del planeta, los humanos admiten que el mundo está hecho de objetos materiales y de objetos pensantes, dos entidades radicalmente diferenciadas cuya existencia se admite como axioma, sin mayor análisis al respecto. Esta diferenciación, que en mayor o menor grado es una construcción cultural, parece resolverse en lo profundo de nuestro cerebro. Allí, dos circuitos neuronales distintos se encargan, respectivamente, del conocimiento de los objetos materiales y de las personas, e incluso los bebés de pocos meses prevén que unos y otras se comportarán de modo muy diferente: los primeros, según las leyes de la física y las segundas, según sus gustos, sus intenciones y sus creencias.

Sin lugar a dudas, por este motivo la psicología científica necesitó tanto tiempo para salir a la luz. Durante milenios, y más allá de los deslindes teóricos que van de Aristóteles a –digamos– Freud, la humanidad dio por sentado que la mente era unitaria, indivisible y que funcionaba “a la velocidad del pensamiento”, vale decir, de modo tan fulmíneo que no era posible una medición. Hubo que esperar hasta el siglo XIX para que un oftalmólogo holandés, Franciscus Donders, descubriese que no sólo esa velocidad no es infinita, como la velocidad de la luz, sino que incluso nuestras decisiones más simples (¿esta letra es una O o una X?) requieren un tiempo considerable, que ronda entre un tercio de segundo a medio segundo. Eso marca el comienzo de la gran época de la psicofísica y del análisis del comportamiento, que hoy en día continúan su avance. La psicofísica se propone estudiar cuantitativamente los procesos de percepción, estableciendo un vínculo entre la magnitud de un estímulo y la intensidad con que este es percibido por el cerebro. La suya es la pregunta por el nexo mensurable entre las sensaciones internas y los estímulos físicos externos de los cuales aquellas provienen.

También datan de esa época los primeros estudios en profundidad de pacientes afectados por lesiones cerebrales. Afasia, anomia, alexia: esas pérdidas selectivas de tal o cual facultad cognitiva sugieren que la mente no funciona como un todo, como una unidad inescindible, sino que se organiza en “módulos” vinculados con diferentes territorios del cerebro.

Y en esta época de la ciencia occidental, por lo demás, surgen los primeros análisis detallados de ilusiones ópticas (aunque ya en el siglo X el matemático y filósofo medieval Alhazen[2] había descrito varias de ellas). El físico y filósofo austríaco Ernst Mach, así como el fisiólogo (y también físico) alemán Hermann von Helmoltz, comprenden que nuestro acceso al mundo exterior se da sólo indirectamente, por inferencia, y a menudo de manera errónea.

Por ende, la mente no es rápida, unitaria ni transparente: puede analizarse. Pero para el surgimiento de la actual psicología científica todavía harán falta dos grandes adelantos. El primero es la aparición de una ciencia de la computación y de la informática. Ya en 1936 el británico Alan Turing analiza el funcionamiento de la mente de un matemático, y eso le sirve de inspiración para concebir la máquina que en nuestros días lleva su nombre y cuyos programas llegan (al menos en teoría) a realizar la totalidad de los cálculos accesibles para un ser humano. Más tarde –con los aportes del ingeniero, matemático y (al igual que Turing) criptógrafo Claude Elwood Shannon y el matemático húngaro-estadounidense John von Neumann–, llega el gran despliegue de la informática y de la ciencia de la información (despliegue que trae aparejada una pregunta más específica: ¿cómo programar una máquina para que reproduzca el desempeño de un humano?). En esta forma, aun nuestras capacidades más simples –como la de reconocer una palabra independientemente del hablante que la enuncia– dejan de parecer triviales para volverse tema de investigaciones, que en sus primeros pasos se permiten soslayar la riqueza de nociones y emociones del primate humano. Las ciencias cognitivas nacen de este interrogante: ¿qué algoritmos explican los logros del cerebro de nuestra especie?

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En eso consiste el proyecto de la “ciencia de la vida mental” que les propongo descubrir en estas breves páginas. Por supuesto, noto que todavía hay muchas personas escépticas al respecto: consideran que el pensamiento es uno de los ámbitos inefables que la ciencia nunca llegará a conquistar. En su opinión, la psicología forma parte de las ciencias “blandas” que, envidiosas del rigor propio de la física o de la química –ciencias “duras”–, nunca las igualan.

A escépticos de ese tipo se dirige este libro. Espero convencerlos de que la mente tiene sus leyes, igual de rigurosas que las de la física; por nuestra parte, sencillamente vamos en camino a descubrirlas.

S. D.

agosto de 2018

[1] A. N. Whitehead, Science and the Modern World. Lowell Lectures 1925, Cambridge (Reino Unido), Cambridge University Press, 1926, p. 5: “It requires a very unusual mind to undertake the analysis of the obvious” [ed. cast.: La ciencia y el mundo moderno, Buenos Aires, Losada, 1949]. [N. de T.]

[2] Alhazen o Alhacén es forma latinizada de al-Ḥasan (el nombre de este científico era Abū ‘Alī al-Ḥasan ibn al-Haytham). [N. de T.]