Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Agradecimientos

Introducción

1. El escenario

La sociedad

La tradición revolucionaria

La revolución de 1905 y sus consecuencias. La Primera Guerra Mundial

2. 1917: las revoluciones de febrero y octubre

La revolución de febrero y el “poder dual”

Los bolcheviques

La revolución popular

Las crisis políticas del verano

La revolución de octubre

3. La guerra civil

La guerra civil, el Ejército Rojo y la Cheka

Comunismo de guerra

Visiones del nuevo mundo

Los bolcheviques en el poder

4. La NEP y el futuro de la revolución

La disciplina de la retirada

El problema de la burocracia

La lucha por el liderazgo

Construir el socialismo en un país

5. La revolución de Stalin

Stalin contra la derecha

El programa industrializador

Colectivización

Revolución cultural

6. Finalizar la revolución

“Revolución cumplida”

“Revolución traicionada”

Terror

Bibliografía recomendada

Sheila Fitzpatrick

LA REVOLUCIÓN RUSA

Traducción de
Agustín Pico Estrada

Fitzpatrick, Sheila

© 2005, Sheila Fitzpatrick

© 2018, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Agradecimientos

Escribí el primer borrador de este libro en el verano de 1979, cuando visitaba como becaria la Escuela de Investigación de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Australia (UNA), en Canberra. Quiero expresar mi gratitud hacia el profesor T. H. Rigby quien se ocupó de mi invitación a la UNA y posteriormente formuló comentarios muy útiles con respecto al manuscrito; a Jerry Hough, quien fue constante fuente de estímulo intelectual y aliento; y a los estudiantes de mis cursos en la Universidad de Columbia y en la Universidad de Texas en Austin, quienes fueron mi primer público para buena parte de la presente obra.

Por su ayuda en la preparación de la segunda edición, quiero agradecer a Jonathan Bone y Joshua Sanborne, que me asistieron en la investigación; Colin Lucas, con quien dictamos un curso sobre violencia revolucionaria en 1993; Terry Martin, quien planteó una cuestión que procuré responder en mi revisión del capítulo 6; William Rosenberg y Arch Getty, quienes respondieron con prontitud a preguntas de último momento; Michael Danos, quien leyó el manuscrito revisado; y a todos los integrantes del taller de estudios ruso-soviéticos de la Universidad de Chicago.

Introducción

Durante la visita que realizó a China en 1972 el presidente Nixon, la conversación derivó en la revolución francesa, ocurrida casi dos siglos antes. La leyenda asegura que al requerírsele al primer ministro Chou En-lai una evaluación de esa revolución, él respondió que era demasiado pronto para hacerla. Puede que él no haya interpretado bien la pregunta y haya pensado que se le preguntaba por los episodios de París de 1968, pero en todo caso habría sido también una buena respuesta. Siempre es demasiado pronto para referirse al impacto de los grandes hechos históricos, puesto que ese efecto no es estático sino que está en constante cambio en la misma medida en que se modifica nuestro presente así como nuestra perspectiva sobre el pasado. Tal lo que ocurre con la revolución rusa, cuya rememoración ha atravesado ya una serie de vicisitudes, y sin duda atravesará más en el futuro. La segunda edición de La revolución rusa (1994) apareció tras acontecimientos dramáticos: la caída del régimen comunista y la disolución de la Unión Soviética a fines de 1991. Estos hechos aparejaron consecuencias de todo tipo para los historiadores de la revolución rusa. Abrieron archivos antes cerrados, sacaron a la luz recuerdos que estaban escondidos en cajones y liberaron un sinnúmero de materiales de todo tipo, en especial sobre el período de Stalin y la historia de la represión soviética. La consecuencia fue que las décadas de 1990 y 2000 resultaron muy productivas para los historiadores, incluidos los rusos postsoviéticos, recientemente reconectados a la comunidad académica internacional. La bibliografía ampliada de la tercera edición (2008) reflejó esta avalancha de información nueva. Ahora, con la cuarta edición, hemos llegado al centenario de la revolución rusa. Como es obvio, se trata de un momento muy oportuno para una revisión, pero resulta curioso que en Rusia hay poco entusiasmo para embarcarse en tal proyecto. La Rusia postsoviética necesita un pasado que le sirva como base para construir una nueva identidad nacional. El problema es resolver qué papel puede jugar en ello la revolución. A Stalin se lo puede acomodar con relativa facilidad como un constructor de la nación, que condujo a Rusia (la Unión Soviética) hacia la gran victoria en la Segunda Guerra Mundial y presidió su ascenso en la posguerra hasta alcanzar el estatus de superpotencia. Pero para los rusos contemporáneos no es tan fácil saber qué pensar sobre Lenin y los bolcheviques.

Para los rusos así como para los anteriores ciudadanos soviéticos, el colapso de la Unión Soviética implicó una revaluación fundamental del significado de la revolución,[1] saludada antes como el acontecimiento fundacional del “primer Estado socialista” del mundo, y considerado hoy por muchos como un desvío equivocado que tomó Rusia durante setenta y cuatro años. Aunque los historiadores occidentales tienen menos que un ajuste para hacer, su perspectiva ha cambiado sutilmente tanto por el fin de la Guerra Fría como por el de la Unión Soviética. Todavía la polvareda tiene que asentarse en estas reconfiguraciones intelectuales. Pero una cosa es clara: en lo que concierne a la significación de la Unión Soviética, es aún demasiado pronto para dar una opinión definitiva, y lo será siempre en la medida en que se siga considerando a la revolución como un punto de inflexión en la historia europea y mundial moderna. Este libro se propone contar la historia de la revolución y clarificar las cuestiones tal como las veían sus participantes. Pero el significado de la revolución rusa, así como el de la francesa, será debatido indefinidamente.

Extensión temporal de la revolución

Como las revoluciones son complejas convulsiones sociales y políticas, los historiadores que escriben sobre ellas suelen diferir en las cuestiones más básicas: causas, objetivos revolucionarios, impacto sobre la sociedad, resultado político e incluso la extensión temporal de la revolución misma. En el caso de la revolución rusa, el punto de partida no presenta problemas: casi todos aceptan que fue la “revolución de febrero”[2] de 1917, que llevó a la abdicación del emperador Nicolás II y la formación del gobierno provisional. Pero, ¿cuándo terminó la revolución rusa? ¿Ya había terminado en octubre de 1917, cuando los bolcheviques tomaron el poder?

¿O el fin de la revolución ocurrió cuando los bolcheviques triunfaron en la guerra civil en 1920? La “revolución desde arriba” de Stalin ¿fue parte de la revolución rusa? ¿O debemos aceptar la visión según la cual la revolución continuó durante toda la existencia del Estado soviético?

En su Anatomía de la revolución, Crane Brinton sugiere que las revoluciones tienen un ciclo vital que atraviesa fases de fervor y dedicación a la transformación radical hasta que alcanzan un clímax en su intensidad, seguido por una fase “termidoriana” de desilusión, decreciente energía revolucionaria y graduales movimientos tendientes a la restauración del orden y la estabilidad.[3] Los bolcheviques rusos, que tenían en mente el mismo modelo inspirado en la revolución francesa en que se basa el análisis de Brinton, temían una degeneración termidoriana de su propia revolución, y llegaron a sospechar que tal cosa había ocurrido con el fin de la guerra civil, cuando el colapso económico los forzó a la “retirada estratégica” marcada por la introducción de la Nueva Política Económica (NEP) en 1921.

Sin embargo, a fines de la década de 1920, Rusia se sumió en otra convulsión: la “revolución desde arriba” de Stalin, asociada con el impulso industrializador del primer plan quinquenal, la colectivización de la agricultura y una “revolución cultural” dirigida esencialmente contra la vieja intelligentsia, cuyo impacto sobre la sociedad fue aún mayor que el de las revoluciones de febrero y octubre de 1917 y de la guerra civil de 1917-1920. Sólo cuando esta convulsión finalizó a comienzos de la década de 1930 se pudieron discernir indicios de un Termidor clásico: el decrecimiento del fervor y la beligerancia revolucionarios, nuevas políticas orientadas al restablecimiento del orden y la estabilidad, la revitalización de los valores y la cultura tradicional, solidificación de una nueva estructura política y social. Sin embargo, ni siquiera este Termidor representó el fin del trastorno revolucionario. En una convulsión interna, aún más devastadora que las primeras olas de terror revolucionario, las grandes purgas de 1937-1938 barrieron con muchos de los revolucionarios del antiguo bolchevismo que todavía sobrevivían y aparejaron una total renovación de personal dentro de las élites políticas, administrativas y militares, al enviar a más de un millón de personas a la muerte o a la prisión en el gulag.[4]

A la hora de decidir cuál es la extensión temporal de la revolución rusa, el primer elemento a tomar en cuenta es la naturaleza de la “retirada estratégica” de la NEP de la década de 1920. ¿Se trató del fin de la revolución, o fue concebida con ese propósito? Aunque en 1921 la intención declarada de los bolcheviques fuera emplear ese interludio para recuperar fuerzas para nuevos embates revolucionarios, siempre existió la posibilidad de que las intenciones variaran a medida que las pasiones revolucionarias se aplacaran. Algunos estudiosos opinan que en los últimos años de su vida Lenin (quien murió en 1924) llegó a creer que Rusia sólo podía seguir avanzando hacia el socialismo en forma gradual, mediante la elevación del nivel cultural de la población. Aun así, la sociedad rusa continuó siendo altamente volátil e inestable durante el período de la NEP, y la actitud del partido siguió siendo agresiva y revolucionaria. Los bolcheviques le temían a la contrarrevolución, seguían preocupados por la amenaza de los “enemigos de clase” en los frentes interno y externo y constantemente expresaban su insatisfacción con la NEP y su voluntad de no aceptarla como resultado final de la revolución.

Un segundo tema que se debe considerar es la naturaleza de la “revolución desde arriba” de Stalin, que terminó con la NEP a fines de la década de 1920. Algunos historiadores rechazan la idea de que haya existido una continuidad entre la revolución de Stalin y la de Lenin. Otros opinan que la “revolución” de Stalin en realidad no merece ese nombre, pues según ellos no se trató de un levantamiento popular sino más bien de un asalto a la sociedad por parte de un partido gobernante cuyo objetivo era la transformación radical. En la presente obra trazo líneas de continuidad entre la revolución de Stalin y la de Lenin. En cuanto a la inclusión o no de la “revolución desde arriba” de Stalin en la revolución rusa, se trata de una cuestión en la que los historiadores pueden diferir legítimamente. Pero aquí no se trata de si 1917 y 1929 se parecieron, sino de si fueron parte o no del mismo proceso. Las guerras revolucionarias de Napoleón pueden incluirse en nuestro concepto general de la revolución francesa, aun si no consideramos que encarnan el espíritu de 1789; y un enfoque similar parece legítimo para tratar la revolución rusa. En términos de sentido común, una revolución es terminológicamente equivalente al período de trastorno e inestabilidad que media entre la caída de un viejo régimen y la consolidación firme de uno nuevo. A fines de la década de 1920, los contornos permanentes del nuevo régimen de Rusia aún debían emerger.

El objeto final de este debate es decidir si las grandes purgas de 1937-1938 deben ser consideradas como parte de la revolución rusa. ¿Se trató de terror revolucionario o de terror de un tipo básicamente diferente? ¿Se trató tal vez de terror totalitario, en el sentido del terror puesto al servicio de los propósitos sistémicos de un régimen firmemente establecido? En mi opinión, ninguna de estas dos caracterizaciones describe por completo las grandes purgas. Fueron un fenómeno único, ubicado en el límite entre la revolución y el estalinismo posrevolucionario. Se trató de terror revolucionario por su retórica, sus objetivos y su inexorable crecimiento. Pero fue un terror totalitario en el sentido de que destruyó a personas, no estructuras, y en que no amenazó a la figura del líder. El hecho de que se haya tratado de terror de Estado orientado por Stalin no quita que haya sido parte de la revolución rusa: al fin y al cabo, el terror jacobino de 1794 puede describirse en términos similares.[5] Otra similitud importante entre los dos episodios es que en ambos casos los revolucionarios se encontraban entre los blancos seleccionados para su destrucción. Aunque sólo sea por razones de estructura dramática, la historia de la revolución rusa necesita las grandes purgas del mismo modo que la historia de la revolución francesa necesita el terror jacobino.

En este libro, la extensión de la revolución rusa abarca desde febrero de 1917 hasta las grandes purgas de 1937-1938. Las distintas etapas, las revoluciones de febrero y octubre de 1917, la guerra civil, el interludio de la NEP, la “revolución desde arriba” de Stalin, su secuela “termidoriana” y las grandes purgas son contemplados como episodios discretos en un proceso revolucionario de veinte años. Al fin de esos veinte años, la energía revolucionaria se había agotado por completo, la sociedad estaba exhausta y hasta el gobernante Partido Comunista[6] estaba cansado de convulsiones y compartía el generalizado anhelo de “regresar a la normalidad”. Sin duda, la normalidad aún era inalcanzable, pues la invasión alemana y el comienzo de la participación soviética en la Segunda Guerra Mundial se produjeron pasados pocos años de las grandes purgas. La guerra aportó nuevos trastornos, pero no más revolución, al menos en lo que respecta a los territorios anteriores a 1939 de la Unión Soviética. Fue el comienzo de una nueva era, posrrevolucionaria, en la historia soviética.

Escritos sobre la revolución

No hay nada como las revoluciones para provocar enfrentamientos ideológicos entre sus intérpretes. Por ejemplo, el bicentenario de la revolución francesa en 1989 se caracterizó por un vigoroso intento por parte de algunos estudiosos y publicistas para terminar con la larga pugna interpretativa enviando a la revolución al basural de la historia. La revolución rusa tiene una historiografía más breve, pero es probable que ello se deba a que hemos tenido un siglo y medio menos para escribirla. En la bibliografía selecta que incluyo al fin de la presente obra, me he concentrado en obras académicas recientes que reflejan el enfoque de los últimos diez o quince años de la historiografía occidental referida a la revolución rusa. En estas líneas destacaré las más importantes transformaciones de perspectiva histórica a lo largo del tiempo y caracterizaré algunas de las obras clásicas sobre la revolución rusa y la historia soviética.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, los historiadores profesionales occidentales no escribieron mucho sobre la revolución rusa. Hubo una cantidad de buenos testimonios oculares y memorias, la más famosa de las cuales es Diez días que conmovieron al mundo, de John Reed, así como buenas piezas históricas producidas por periodistas como W. H. Chamberlin y Louis Fischer, cuya historia interna de la diplomacia soviética, Los soviéticos en los asuntos mundiales, continúa siendo un clásico. Las obras interpretativas que tuvieron mayor impacto a largo plazo fueron Historia de la revolución rusa, de León (Lev) Trotsky y La revolución traicionada, del mismo autor. La primera, escrita tras la expulsión de Trotsky de la Unión Soviética, aunque no como obra de polémica política, da una vívida descripción y un análisis marxista desde la perspectiva de un participante. La segunda, una denuncia de Stalin escrita en 1936, describe el régimen de este como termidoriano, basado en el respaldo de la emergente clase burocrática soviética y reflejo de sus valores esencialmente burgueses.

El primer lugar entre las historias escritas en la Unión Soviética antes de la guerra le corresponde a una obra compuesta bajo la estrecha supervisión de Stalin, el conocido Breve curso de la historia del Partido Comunista soviético, publicado en 1938. Tal como supondrá el lector, no se trataba de una obra académica, sino de una destinada a establecer la correcta “línea del partido” –es decir, de la ortodoxia destinada a ser absorbida por todos los comunistas y enseñada en todas las escuelas– con respecto a todos los temas de la historia soviética, desde la naturaleza clasista del régimen zarista y los motivos de la victoria del Ejército Rojo en la guerra civil a las conspiraciones contra el poder soviético encabezada por “Judas Trotsky” y respaldadas por poderes capitalistas extranjeros. La existencia de una obra como el Breve curso no dejaba mucho espacio para la investigación académica creativa sobre el período soviético. La orden del día para los historiadores soviéticos era la más estricta censura y autocensura.

La interpretación de la revolución bolchevique que se estableció en la Unión Soviética en la década de 1930 y dominó hasta la mitad de la década de 1950 puede ser descripta como marxismo formulista. Los puntos clave consistían en afirmar que la revolución de octubre fue una verdadera revolución proletaria en la cual el Partido Bolchevique actuó como vanguardia del proletariado y que no fue prematura ni accidental, sino que su aparición fue dictaminada por las leyes de la historia. Las leyes históricas (zakonomernosti), importantes pero por lo general mal definidas, lo determinaban todo en la historia soviética, lo cual significaba, en la práctica, que toda decisión política de fondo era correcta. No se escribió ninguna verdadera historia política, ya que todos los líderes revolucionarios –con excepción de Lenin, Stalin y unos pocos que murieron jóvenes– habían sido denunciados como traidores a la revolución, y se habían convertido en “no personas”, es decir que no se los podía mencionar en letra impresa. La historia social se escribía en términos de clase, y la clase obrera, el campesinado y la intelligentsia eran virtualmente los únicos actores y personajes.

En Occidente, la historia soviética sólo fue objeto de marcado interés pasada la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en el contexto de que la Guerra Fría precisaba conocer al enemigo. Los dos libros que establecieron el tono dominante fueron 1984, de George Orwell, y Oscuridad a mediodía, de Arthur Koestler (que trataba de los juicios a los antiguos bolcheviques durante las grandes purgas de fines de la década de 1930), pero en ámbitos académicos lo que predominaba era la ciencia política estadounidense. El modelo totalitario, basado en una identificación ligeramente demonizada de la Alemania nazi y la Rusia de Stalin, era el marco de interpretación más popular. Enfatizaba la omnipotencia del Estado totalitario y de sus “mecanismos de control”, le prestaba considerable atención a la ideología y la propaganda e ignoraba por lo general el contexto social (considerado pasivo y fragmentado por el Estado totalitario). La mayor parte de los estudiosos occidentales coincidía en que la revolución bolchevique fue un golpe dado por un partido minoritario que carecía de todo apoyo popular o legitimidad. La revolución y por cierto la historia prerrevolucionaria del Partido Bolchevique se estudiaban ante todo para dilucidar los orígenes del totalitarismo soviético.

Antes de la década de 1970, pocos historiadores occidentales se adentraban en la historia soviética, incluida la revolución rusa, en parte debido al alto contenido político del tema y en parte porque el acceso a archivos y fuentes primarias era muy difícil. Merecen destacarse dos obras pioneras de historiadores británicos: La revolución bolchevique, 1917-1923, de E. H. Carr –comienzo de su Historia de Rusia soviética en varios volúmenes, el primero de los cuales apareció en 1952–, y la clásica biografía de Trotsky por Isaac Deutscher, cuyo primer volumen, El profeta armado, se publicó en 1954.

En la Unión Soviética, la denuncia que Jrushov hizo de Stalin en el vigésimo congreso del partido en 1956 y la subsiguiente desestalinización parcial abrieron la puerta a cierto grado de revaluación histórica y a una elevación del nivel de los estudios. Comenzaron a aparecer investigaciones sobre 1917 y la década de 1920 basados en archivos, aunque aún había límites y dogmas que debían ser observados, por ejemplo, los que afirmaban que el Partido Bolchevique era la vanguardia de la clase obrera. Fue posible mencionar a no personas como Trotsky y Zinoviev, pero sólo en un contexto peyorativo. La gran oportunidad que el “discurso secreto” de Jrushov ofreció a los historiados fue separar las figuras de Lenin y Stalin. Historiadores soviéticos de mentalidad reformista produjeron muchos libros que trataban de la década de 1920, en los que se afirmaba que las “normas leninistas” en muchas áreas “eran más democráticas y tolerantes de la diversidad y menos coercitivas y arbitrarias que las de la era de Stalin”.

Para los lectores occidentales, la tendencia “leninista” de las décadas de 1960 y 1970 fue ejemplificada por Roy A. Medvedev, autor de La historia juzgará. Orígenes y consecuencias del estalinismo, publicado en Occidente en 1971. Pero la obra de Medvedev criticaba en forma demasiado virulenta y abierta a Stalin para la atmósfera reinante durante los años de Brezhnev, y no pudo publicarla en la Unión Soviética. Esta fue la era en que se multiplicaron los samizdat (circulación extraoficial de manuscritos dentro de la Unión Soviética) y tamizdat (publicación ilegal de obras en el exterior). El más famoso de los autores disidentes que emergieron en esa época fue Alexander Solyenitsin, el gran novelista y polemista histórico cuyo Archipiélago Gulag se publicó en inglés en 1973.

Mientras la obra de algunos estudiosos disidentes soviéticos comenzaba a llegar a los públicos occidentales en la década de 1970, las obras académicas occidentales sobre la revolución rusa aún eran clasificadas como “falsificaciones burguesas” y efectivamente proscriptas de la URSS (aunque algunas obras, entre ellas El gran terror, de Robert Conquest, circularon en forma clandestina junto al Gulag de Solyenitsin). Así y todo, las condiciones para los académicos occidentales habían mejorado. Ahora podían llevar a cabo investigaciones en la Unión Soviética, y aunque su acceso a los archivos era restringido y cuidadosamente controlado, las condiciones anteriores habían sido tan difíciles que muchos académicos occidentales especializados en temas soviéticos nunca visitaron la Unión Soviética, mientras que otros fueron expulsados sumariamente como espías o sometidos a distintos tipos de acoso. A medida que mejoraba el acceso a los archivos y fuentes primarias en la Unión Soviética, crecientes cantidades de jóvenes historiadores occidentales escogieron estudiar la revolución rusa y sus consecuencias; y la historia, en especial la historia social, comenzó a desplazar a la ciencia política como disciplina dominante de la sovietología estadounidense.

Un nuevo capítulo en la investigación comenzó en los primeros años de la década de 1990, cuando en Rusia se levantaron la mayoría de las restricciones sobre el acceso a los archivos y aparecieron los primeros trabajos que utilizaban los documentos soviéticos que antes habían tenido carácter de clasificados. Pasada la Guerra Fría, el campo de la historia soviética se volvió menos politizado en Occidente, lo que resultó una gran ventaja. Los historiadores rusos y otros postsoviéticos dejaron de estar aislados de sus colegas occidentales y la vieja distinción entre soviéticos, emigrados y occidentales desapareció en gran medida. Entre los académicos cuyo trabajo tuvo mayor influencia tanto en Rusia como fuera de ella fue la del “ruso” (nacido en Ucrania) radicado en Moscú Oleg Khlevnyuk, un pionero de los estudios basados en archivos del Politburó, y Yuri Slezkine, un moscovita de nacimiento, antiguo emigrado radicado en los Estados Unidos desde la década de 1980, cuya obra Jewish Century ofreció una reinterpretación más amplia del papel de los judíos en la revolución y la inteligencia soviética.

Aparecieron nuevas biografías de Stalin y Lenin basadas en archivos, y tópicos como el gulag y la resistencia popular, previamente inaccesibles al trabajo de archivo, atrajeron a muchos historiadores. En respuesta a la desintegración de la Unión Soviética, y el surgimiento de Estados independientes sobre la base de la vieja Unión de Repúblicas, académicos como Ronald Suny y Terry Martin desarrollaron la cuestión de las nacionalidades soviéticas y las zonas de frontera como un campo histórico. Florecieron los estudios regionales, incluido el Magnetic Mountain, de Stephen Kotkin, sobre Magnitogorsk en los Urales, que especulaba sobre el surgimiento, en la década de 1930, de una cultura soviética distintiva (la “civilización estalinista”) que fue, de manera implícita, el producto de la revolución. Los historiadores sociales descubrieron en los archivos una abundante cantidad de cartas de los ciudadanos comunes para los funcionarios (quejas, denuncias, reclamos), lo que contribuyó a un rápido desarrollo de la investigación sobre la vida cotidiana que tiene tanto en común con la antropología histórica. Como contraste con la década de 1980 (y reflejando los desarrollos generales de las profesiones relacionadas con la historia), la generación actual de jóvenes historiadores se ha inclinado tanto hacia la historia cultural e intelectual como hacia la social, usando diarios y autobiografías para iluminar el costado subjetivo e individual de la experiencia soviética.

Interpretar la revolución

Todas las revoluciones llevan liberté, égalité, fraternité y otras nobles divisas inscriptas sobre sus banderas. Todos los revolucionarios son fanáticos entusiastas; todos son utopistas con sueños de crear un nuevo mundo en el cual la injusticia, la corrupción y la apatía del viejo mundo desaparezcan para siempre. Son intolerantes del disenso; incapaces de términos medios; están hipnotizados por objetivos grandiosos y lejanos; son violentos, suspicaces y destructivos. Los revolucionarios son poco realistas e inexpertos en materia de gobierno; sus instituciones y procedimientos son improvisados. Padecen de la embriagadora ilusión de representar la voluntad del pueblo, lo cual significa que dan por sentado que este es monolítico. Son maniqueos y dividen el mundo en dos bandos: luz y oscuridad, la revolución y sus enemigos. Desprecian todas las tradiciones, conceptos heredados, íconos y supersticiones. Creen que la sociedad puede ser una tabula rasa sobre la que se escribe la revolución.

Terminar en desilusión y decepción está en la naturaleza de las revoluciones. El celo decrece; el entusiasmo se vuelve forzado. El momento de locura[7] y euforia pasa. La relación entre pueblo y revolucionarios se hace complicada: se revela que la voluntad del pueblo no es necesariamente monolítica ni transparente. Regresan las tentaciones de la riqueza y la posición, junto al reconocimiento de que uno no ama a su prójimo como a uno mismo, ni quiere hacerlo. Todas las revoluciones destruyen cosas cuya pérdida no tardan en lamentar. Lo que crean es menos de lo que los revolucionarios esperaban, y distinto.

Sin embargo, más allá de su similitud genérica, cada revolución tiene su propio carácter. Rusia estaba situada en un lugar periférico, y sus clases educadas estaban preocupadas por el atraso de su país con respecto a Europa. Los revolucionarios eran marxistas, quienes a menudo sustituían “el proletariado” por “el pueblo” y sostenían que la revolución era necesaria desde el punto de vista histórico, no moralmente imperativa. Había partidos revolucionarios en Rusia antes de la revolución; y cuando llegó el momento, en medio de la guerra, estos partidos compitieron por el respaldo de unidades preexistentes de revolución popular (soldados, marineros, obreros de las grandes fábricas de Petrogrado), no por la lealtad de la vertiginosa, espontánea muchedumbre revolucionaria.

En este libro, tres temas tienen especial importancia. El primero es el de la modernización, la revolución como medio de escapar del atraso. El segundo es el de la clase, la revolución como misión del proletariado y su “vanguardia”, el Partido Bolchevique. El tercero es el del terror y la violencia revolucionarios, cómo la revolución lidió con sus enemigos, y qué significó esto para el Partido Bolchevique y el Estado soviético.

El término “modernización” comienza a parecer desactualizado en una era que se suele describir como posmoderna. Pero es apropiado a nuestro tema, pues la modernidad industrial y tecnológica que los bolcheviques luchaban por alcanzar ahora resulta desesperadamente inactual: las gigantescas chimeneas que atestan el paisaje de la ex Unión Soviética y de la Europa oriental como un rebaño de dinosaurios contaminantes fueron, en su momento, el cumplimiento de un sueño revolucionario. Los marxistas rusos se habían enamorado de la industrialización de estilo occidental mucho antes de la revolución; a fines del siglo XIX, el nudo de sus diferencias con los populistas fue su insistencia sobre lo inevitable del capitalismo (lo cual significaba ante todo la industrialización capitalista). En Rusia, como ocurriría más adelante en el tercer mundo, el marxismo fue tanto una ideología de la revolución como una ideología del desarrollo económico.

En teoría, para los marxistas rusos, la industrialización y la modernización económica sólo fueron los medios para alcanzar un fin, que era el socialismo. Pero cuanto más clara y deliberadamente se enfocaban los bolcheviques en los medios, más brumoso, distante e irreal se tornaba el fin. Cuando el término “construir el socialismo” se hizo corriente en la década de 1930, su significado fue difícil de diferenciar de la construcción concreta de nuevas fábricas y ciudades industriales que estaba en proceso. Para los comunistas de esa generación, las nuevas chimeneas que humeaban sobre la estepa eran la demostración definitiva de que la revolución había triunfado. Como dice Adam Ulam, la industrialización a marchas forzadas que orientó Stalin, aunque fue dolorosa y coercitiva, fue “el complemento lógico del marxismo, la ‘revolución cumplida’, antes que la ‘revolución traicionada’”.[8]

La clase, el segundo tema, fue importante en la revolución rusa pues los participantes clave así lo percibieron. Las categorías analíticas marxistas eran aceptadas en forma generalizada entre la intelligentsia rusa; y, al interpretar la revolución en términos de conflicto de clase y asignarle un papel especial a la clase obrera industrial, los bolcheviques no eran una excepción, sino que representaban a un sector socialista mucho más amplio. Una vez que llegaron al poder, los bolcheviques dieron por sentado que los proletarios y los campesinos pobres eran sus aliados naturales. También dieron por sentado el concepto complementario de que los integrantes de la “burguesía” –un amplio grupo que abarcaba ex capitalistas, ex terratenientes y funcionarios nobles, pequeños comerciantes y kulaks (campesinos prósperos) y en algunos contextos, hasta la intelligentsia rusa– eran sus antagonistas naturales. Denominaron a estas personas “enemigos de clase” y el primer terror revolucionario se dirigió en gran medida contra ellas.

El aspecto de este tema de la clase debatido con más acaloramiento en el transcurso de los años es si la afirmación bolchevique de que representaban a la clase obrera se justificaba. Esta tal vez sea una pregunta bastante simple si sólo miramos el verano y el otoño de 1917, cuando las clases obreras de Petrogrado y Moscú se radicalizaron y prefirieron claramente los bolcheviques a cualquier otro partido político. Después de eso, sin embargo, la pregunta ya no es tan simple. El hecho de que los bolcheviques hayan tomado el poder con el respaldo de la clase obrera no significa que haya conservado ese respaldo para siempre, ni, por cierto, que consideraran a su partido, antes o después de la toma del poder, como mero portavoz de los trabajadores industriales.

La acusación de que los bolcheviques habían traicionado a la clase obrera, que el mundo exterior oyó por primera vez durante la rebelión de Kronstadt en 1921, iba a producirse necesariamente en uno u otro momento, y es posible que fuera cierta. Pero, ¿qué tipo de traición era? ¿Cuándo ocurrió, con quién, con qué consecuencias? Durante el período de la NEP, los bolcheviques emparcharon el matrimonio con la clase obrera que, hacia el fin de la guerra civil, parecía a punto de disolverse. Durante el primer plan quinquenal, las relaciones se volvieron a agriar, debido a la caída de los salarios reales y de los estándares de vida urbanos, así como de las insistentes exigencias de mayor producción por parte del régimen. En la década de 1930 tuvo lugar, ya que no un divorcio formal, una separación efectiva de la clase obrera.

Pero esta no es la historia completa. La situación de los trabajadores en cuanto trabajadores bajo el poder soviético era una cosa; las oportunidades disponibles para que mejoraran su situación (devinieran en algo más que trabajadores) era otra. Al reclutar primariamente a sus integrantes entre la clase obrera durante los quince años que siguieron a la revolución de octubre, los bolcheviques hicieron mucho por sustentar su afirmación de que eran un partido de los trabajadores. También crearon un amplio canal para la movilidad ascendente de la clase obrera, ya que el reclutamiento de trabajadores que integraran el partido implicaba la promoción de los comunistas de clase obrera a puestos administrativos y directivos. Durante la revolución cultural de fines de la década de 1920, el régimen abrió otro canal de ascenso al permitir el acceso a la educación superior de grandes cantidades de jóvenes trabajadores e hijos de trabajadores. Mientras que la política de alta presión de “ascenso proletario” se abandonó a comienzos de la década de 1930, sus consecuencias continuaron. Lo que importaba en el régimen de Stalin no eran los trabajadores, sino los ex trabajadores, el recientemente ascendido “núcleo proletario” en las élites profesionales y administrativas. Desde el punto de vista marxista estricto, esta movilidad ascendente de la clase obrera tal vez tuviera poco interés. Sin embargo, para sus beneficiarios, su estatus de élite bien podía parecer la prueba irrefutable de que la revolución había cumplido sus promesas a la clase obrera.

El último tema que se desarrolla en este libro es el de la violencia y el terror revolucionarios. La violencia popular es inherente a la revolución; los revolucionarios suelen mirarla con gran aprobación en las etapas tempranas pero, de ahí en más, lo hacen con creciente reserva. El terror, en el sentido de violencia organizada por grupos o regímenes revolucionarios para intimidar y aterrorizar a la población general, también ha sido característica de las revoluciones modernas, cuyo patrón fue fijado por la revolución francesa. El principal objetivo del terror, a ojos del revolucionario, es destruir a los enemigos de ese proceso y los obstáculos al cambio; pero a menudo existe el propósito secundario de mantener la pureza y el compromiso de los revolucionarios mismos.[9] Los enemigos y “contrarrevolucionarios” son en extremo importantes en toda revolución. El enemigo no sólo se resiste abierta sino solapadamente; fomenta conjuras y conspiraciones; a menudo lleva máscara de revolucionario.

Siguiendo la teoría marxista, los bolcheviques conceptualizaron a los enemigos de la revolución en términos de clase. Ser noble, capitalista o kulak era evidencia flagrante de inclinaciones contrarrevolucionarias. Como la mayor parte de los revolucionarios (tal vez aún más que la mayor parte de estos, dada su experiencia anterior a la guerra en materia de organización clandestina del partido y conspiración), los bolcheviques estaban obsesionados con las conjuras contrarrevolucionarias; pero su marxismo le dio una vertiente especial a esta tendencia. Si existían clases que eran enemigas natas de la revolución, toda una clase social podía ser considerada una conspiración enemiga. Los integrantes individuales de tal clase podían ser considerados “objetivamente” como conspiradores contrarrevolucionarios, aun cuando subjetivamente (es decir, para ellos mismos) no supieran de la conspiración y se consideraran partidarios de la revolución.

Los bolcheviques emplearon dos clases de terror en la revolución rusa: contra los enemigos externos al partido y contra los enemigos internos. El primero dominó en los primeros años de la revolución, se extinguió en la década de 1920 y luego recrudeció al final de ese período con la colectivización y la revolución cultural. El segundo se esbozó por primera vez como posibilidad durante las luchas de facciones del partido al finalizar la guerra civil, pero fue aplastado hasta 1927, momento en que un terror a pequeña escala se dirigió contra la oposición de izquierda.

A partir de entonces, la tentación de llevar adelante un terror de escala plena contra los enemigos del partido fue palpable. Uno de los motivos para esto fue que el régimen empleaba el terror en una escala considerable contra los “enemigos de clase” de fuera del partido. Otro de los motivos fue que las periódicas purgas (chitski, literalmente “limpiezas”) del partido contra sus propios integrantes tuvieron un efecto similar al de rascarse donde pica. Estas purgas, que por primera vez se llevaron a cabo a escala nacional a partir de 1921, eran revisiones del padrón del partido en las cuales los comunistas eran convocados individualmente para evaluaciones públicas de su lealtad, competencia, antecedentes y contactos; y aquellos a quienes se consideraba indignos eran expulsados del partido o degradados al rango de aspirantes. Hubo una purga nacional del partido en 1929, otra en 1933-1934 y luego –a medida que purgar el partido se convertía en una actividad casi obsesiva– dos nuevas revisiones de los afiliados del partido en rápida sucesión en 1935 y 1936. Aunque la posibilidad de que la expulsión pudiera acarrear castigos ulteriores, como el arresto o el exilio, aún era baja en términos comparativos; esta ascendía lentamente con cada purga.

El terror y las purgas a pequeña escala por fin se unieron en gran escala durante las grandes purgas de 1937-1938.[10] Esta no fue una purga en el sentido habitual, ya que no hubo una revisión sistemática de los afiliados del partido; pero estuvo dirigida en forma directa a los funcionarios del partido, en particular a aquellos que ocupaban altos cargos oficiales, aunque los arrestos y el miedo se propagaron con rápidez a la intelligentsia no perteneciente al partido y, en menor grado, a la población en general. Durante las grandes purgas, que deberían ser llamadas “el gran terror en aras de la precisión”,[11] la sospecha a menudo equivalía a la condena, la evidencia de actos criminales era innecesaria y el castigo por crímenes contrarrevolucionarios era la muerte o la sentencia a trabajos forzados. La analogía con el terror de la revolución francesa ha sido empleada por muchos historiadores y claramente se les ocurrió también a los organizadores de las grandes purgas, pues el término “enemigos del pueblo”, que se aplicó a quienes se consideraba contrarrevolucionarios durante las grandes purgas fue tomado de los terroristas jacobinos. El significado de este sugestivo préstamo histórico se explora en el último capítulo.

Notas a la cuarta edición

Como las ediciones anteriores, la cuarta es esencialmente una historia de la revolución rusa tal como se la experimentó en Rusia, no en los territorios no rusos que formaron parte del antiguo Imperio y de la Unión Soviética. Debe hacerse mayor hincapié en este recorte ahora que se han desarrollado vigorosas investigaciones sobre áreas y poblaciones no rusas. Respecto de su núcleo temático, esta edición incorpora nuevo material al que se ha podido acceder a partir de 1991, así como recientes investigaciones internacionales. Aunque no hay grandes cambios en la argumentación o la organización del libro, hay una cantidad de pequeños cambios que reflejan mi respuesta a nueva información y nuevas interpretaciones académicas. He usado las notas al pie para llamar la atención sobre importantes investigaciones recientes en lengua inglesa, así como las rusas en traducciones al inglés, y mantuve un mínimo de citas de trabajos y documentos en ruso. La Bibliografía escogida provee una breve guía para lecturas posteriores.

[1] Incluso la forma de llamar a la revolución se tornó complicada. La expresión “revolución rusa” nunca se usó en Rusia. La forma adoptada en la Unión Soviética, que muchos rusos ahora tratan de evitar, era “revolución de octubre” o simplemente “octubre”. El término postsoviético favorito parece ser “la revolución bolchevique” o a veces “el putsch bolchevique”.

[2] Las fechas anteriores al cambio de calendario de 1918 se dan en el estilo antiguo, que en 1917 iba trece días por detrás del calendario occidental que Rusia adoptó en 1918.

[3] Crane Brinton, The Anatomy of Revolution (ed. rev., Nueva York, 1965) [ed. cast.: Anatomía de la revolución, México, FCE, 1965]. En la revolución francesa, el 9 de Termidor (27 de julio de 1794) era la fecha del calendario revolucionario en que cayó Robespierre. La palabra “Termidor” se emplea para sintetizar tanto el fin del terror revolucionario como el de la fase heroica de la revolución.

[4] Véase el capítulo 6.

[5] Mis opiniones acerca del terror de Estado tienen una considerable deuda con el artículo de Colin Lucas, “Revolutionary Violence, the People and the Terror”, incluido en K. Baker (ed.), The Political Culture of Terror (Óxford, 1994).

[6] El nombre del partido cambió de Partido Laborista Social Democrático ruso (bolchevique) a Partido Comunista (bolchevique) ruso (después, de la Unión Soviética) en 1918. Los términos “bolchevique” y “comunista” eran intercambiables en la década de 1920, pero “comunista” fue el término habitual en la de 1930.

[7] La expresión es tomada de Aristide R. Zolberg, “Moments of Madness”, Politics and Society, 2(2) (invierno, 1972): 183-207.

[8] Adam B. Ulam, “The Historical Role of Marxism”, en su The New Face of Soviet Totalitarianism (Cambridge, MA, 1963), p. 35.

[9] Sobre este tema, véase Igal Halfin, Terror in My Soul: Communist Autobiographies on Trial (Cambridge, MA, 2003).

[10] “Las grandes purgas” es un término occidental, no soviético. Por muchos años no existió una forma pública aceptable de referirse al episodio en Rusia, pues oficialmente este nunca ocurrió; en las conversaciones privadas se lo mencionaba en foma oblicua como “1937”. La confusión terminológica entre “purgas” y “grandes purgas” proviene del empleo soviético de un eufemismo: cuando el terror finalizó con un semirrepudio en el decimoctavo congreso del partido en 1939, lo que se repudió nominalmente fueron las “purgas en masa” (massovye chitski), aunque, de hecho, no había habido purgas partidarias en sentido estricto desde 1936. El eufemismo se empleó poco tiempo en ruso, pero no tardó en desaparecer, mientras que pasó a ser permanente en inglés.

[11] The Great Terror es el título original de la obra clásica de Robert Conquest (Nueva York 1990) sobre el tema.