Alicia empezaba
ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río,
sin tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro
que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos.
«¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba
Alicia.
Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba
cierto esfuerzo, porque el calor del día la había dejado soñolienta
y atontada) si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la
compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas,
cuando de pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos
rosados.
No había nada muy extraordinario en esto, ni
tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír que el conejo se decía
a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando
pensó en ello después, decidió que, desde luego, hubiera debido
sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural
del mundo). Pero cuando el conejo se sacó un reloj de bolsillo del
chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se levantó de un salto,
porque comprendió de golpe que ella nunca había visto un conejo con
chaleco, ni con reloj que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad,
se puso a correr tras el conejo por la pradera, y llegó justo a
tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría
al pie del seto.
Un momento más tarde, Alicia se metía también
en la madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría
después para salir.
Al principio, la madriguera del conejo se
extendía en línea recta como un túnel, y después torció bruscamente
hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de
pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecia un
pozo muy profundo.
O el pozo era en verdad profundo, o ella caía
muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo
sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a
suceder después. Primero, intentó mirar hacia abajo y ver a dónde
iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir
nada. Después miró hacia las paredes del pozo y observó que estaban
cubiertas de armarios y estantes para libros: aquí y allá vio mapas
y cuadros, colgados de clavos. Cogió, a su paso, un jarro de los
estantes. Llevaba una etiqueta que decía: MERMELADA DE NARANJA,
pero vio, con desencanto, que estaba vacío. No le pareció bien
tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por
abajo, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes
mientras seguía descendiendo.
«¡Vaya! », pensó Alicia. «¡Después de una
caída como ésta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin
importancia! ¡Qué valiente me encontrarán todos! ¡Ni siquiera
lloraría, aunque me cayera del tejado!» (Y era
verdad.)
Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca de
caer?
- Me gustaría saber cuántas millas he
descendido ya - dijo en voz alta- . Tengo que estar bastante cerca
del centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas
de profundidad…
Como veis, Alicia había aprendido algunas
cosas de éstas en las clases de la escuela, y aunque no era un
momento muy oportuno para presumir de sus conocimientos, ya que no
había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció que repetirlo
le servía de repaso. - Sí, está debe de ser la distancia… pero me
pregunto a qué latitud o longitud habré
llegado.
Alicia no tenía la menor idea de lo que era la
latitud, ni tampoco la longitud, pero le pareció bien decir unas
palabras tan bonitas e impresionantes. Enseguida volvió a
empezar.
- ¡A lo mejor caigo a través de toda la
tierra! ¡Qué divertido sería salir donde vive esta gente que anda
cabeza abajo! Los antipáticos, creo… (Ahora Alicia se alegró de que
no hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le sonaba del
todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles el nombre del
país. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelanda o en
Australia?
Y mientras decía estas palabras, ensayó una
reverencia. ¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que
esto es posible? - ¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecerle! No,
mejor será no preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna
parte.
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que
hacer y Alicia empezó enseguida a hablar otra
vez.
- ¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta
noche ! (Dina era la gata.) Espero que se acuerden de su
platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría
tenerte conmigo aquí abajo! En el aire no hay ratones, claro, pero
podrías cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los ratones,
sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los
gatos?
Al llegar a este punto, Alicia empezó a
sentirse medio dormida y siguió diciéndose como en sueños: «¿Comen
murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?» Y a veces:
«¿Comen gatos los murciélagos?» Porque, como no sabía contestar a
ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho cual de las dos se
formulara. Se estaba durmiendo de veras y empezaba a soñar que
paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba con mucha ansiedad:
«Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un
murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un
montón de ramas y hojas secas. La caída había
terminado.
Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó
de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella
se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al Conejo
Blanco, que se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y
Alicia, sin vacilar, echó a correr como el viento, y llego justo a
tiempo para oírle decir, mientras doblaba un
recodo
-¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está
haciendo!
Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su
vez el recodo, no vio al Conejo por ninguna parte. Se encontró en
un vestíbulo amplio y bajo, iluminado por una hilera de lámparas
que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de todo el vestíbulo,
pero todas estaban cerradas con llave, y cuando Alicia hubo dado la
vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, probando puerta
a puerta, se dirigió tristemente al centro de la habitación, y se
preguntó cómo se las arreglaría para salir de
allí.
De repente se encontró ante una mesita de tres
patas, toda de cristal macizo. No había nada sobre ella, salvo una
diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue
que debía corresponder a una de las puertas del vestíbulo. Pero,
¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llave era
demasiado pequeña, lo cierto es que no pudo abrir ninguna puerta.
Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez, descubrió una
cortinilla que no había visto antes, y detrás había una puertecita
de unos dos palmos de altura. Probó la llave de oro en la
cerradura, y vio con alegría que ajustaba
bien.
Alicia abrió la puerta y se encontró con que
daba a un estrecho pasadizo, no más ancho que una ratonera. Se
arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más maravilloso
que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura
sala y de pasear entre aquellos macizos de flores multicolores y
aquellas frescas fuentes! Pero ni siquiera podía pasar la cabeza
por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre
Alicia, «de poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría
poderme encoger como un telescopio! Creo que podría hacerlo, sólo
con saber por dónde empezar.» Y es que, como veis, a Alicia le
habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel día, que había
empezado a pensar que casi nada era en realidad
imposible.
De nada servía quedarse esperando junto a la
puertecita, así que volvió a la mesa, casi con la esperanza de
encontrar sobre ella otra llave, o, en todo caso, un libro de
instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios.
Esta vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no
estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la
botella había una etiqueta de papel con la palabra «BEBEME»
hermosamente impresa en grandes
caracteres.
Está muy bien eso de decir «BEBEME», pero la
pequeña Alicia era muy prudente y no iba a beber aqtrello por las
buenas. «No, primero voy a mirar», se dijo, «para ver si lleva o no
la indicación de veneno.» Porque Alicia había leído preciosos
cuentos de niños que se habían quemado, o habían sido devorados por
bestias feroces, u otras cosas desagradables, sólo por no haber
querido recordar las sencillas normas que las personas que buscaban
su bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo te quema
si no lo sueltas en seguida, o que si te cortas muy hondo en un
dedo con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia no olvidaba nunca
que, si bebes mucho de una botella que lleva la indicación
«veneno», terminará, a la corta o a la larga, por hacerte
daño.
Sin embargo, aquella botella no llevaba la
indicación «veneno», así que Alicia se atrevió a probar el
contenido, y, encontrándolo muy agradable (tenía, de hecho, una
mezcla de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado,
caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo acabó en un
santiamén.
* * * * *
*
- ¡Qué sensación más extraña! - dijo
Alicia- . Me debo estar encogiendo como un
telescopio.
Y así era, en efecto: ahora medía sólo
veinticinco centímetros, y su cara se iluminó de alegría al pensar
que tenía la talla adecuada para pasar por la puertecita y meterse
en el maravilloso jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos
para ver si seguía todavía disminuyendo de tamaño, y esta
posibilidad la puso un poco nerviosa. «No vaya consumirme del todo,
como una vela», se dijo para sus adentros. «¿Qué sería de mí
entonces?» E intentó imaginar qué ocurría con la llama de una vela,
cuando la vela estaba apagada, pues no podía recordar haber visto
nunca una cosa así.
Después de un rato, viendo que no pasaba nada
más, decidió salir en seguida al jardín. Pero, ¡pobre Alicia!,
cuando llegó a la puerta, se encontró con que había olvidado la
llavecita de oro, y, cuando volvió a la mesa para recogerla,
descubrió que no le era posible alcanzarla. Podía verla claramente
a través del cristal, e intentó con ahínco trepar por una de las
patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza. Y cuando se cansó
de intentarlo, la pobre niña se sentó en el suelo y se echó a
llorar.
«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta
manera!», se dijo Alicia a sí misma, con bastante firmeza. «¡Te
aconsejo que dejes de llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo
general muy buenos consejos a sí misma (aunque rara vez los
seguía), y algunas veces se reñía con tanta dureza que se le
saltaban las lágrimas. Se acordaba incluso de haber intentado una
vez tirarse de las orejas por haberse hecho trampas en un partido
de croquet que jugaba consigo misma, pues a esta curiosa criatura
le gustaba mucho comportarse como si fuera dos personas a la vez.
«¡Pero de nada me serviría ahora comportarme como si fuera dos
personas!», pensó la pobre Alicia. «¡Cuando ya se me hace bastante
difícil ser una sola persona como Dios
manda!»
Poco después, su mirada se posó en una cajita
de cristal que había debajo de la mesa. La abrió y encontró dentro
un diminuto pastelillo, en que se leía la palabra «COMEME»,
deliciosamente escrita con grosella. «Bueno, me lo comeré», se dijo
Alicia, «y si me hace crecer, podré coger la llave, y, si me hace
todavía más pequeña, podré deslizarme por debajo de la puerta. De
un modo o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que
importa.»
Dio un mordisquito y se preguntó nerviosísima
a sí misma: «¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?» Al mismo tiempo, se llevó
una mano a la cabeza para notar en qué dirección se iniciaba el
cambio, y quedó muy sorprendida al advertir que seguía con el mismo
tamaño. En realidad, esto es lo que sucede normalmente cuando se da
un mordisco a un pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a
que todo lo que le sucedía fuera extraordinario, que le pareció muy
aburrido y muy tonto que la vida discurriese por cauces normales.
Así pues pasó a la acción, y en un santiamén dio buena cuenta del
pastelito.