Tierra

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

 

© Tara G. 2019

© Editorial LxL 2019

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: septiembre 2019

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-16609-68-0

 

ÍNDICE

 

Agradecimientos

1

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5

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POLVO

Continuara...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para Edu.

Sin ti, este segundo volumen jamás

habría cobrado forma.

 

 

Agradecimientos

No sabía que Fuego, mi primera novela, me reportaría tantísimas alegrías. Muchas gracias a todos aquellos que leísteis el primer volumen de la saga y que apostáis por el segundo. Aporrear el teclado con la certeza de que alguien a parte de mí leerá esta segunda novela, le otorga un cierto sentido de responsabilidad a lo que hasta ahora hacía por simple placer. Sin vosotros, nada de esto tendría sentido.

Gracias a Editorial LxL por seguir creyendo en la saga Infinito, a todo el equipo, pero en especial a Noelia Ortega, por tu eterna paciencia, disposición y buen humor.

Leonardo Valencia, Tierra habría sido completamente distinta sin tus sabios consejos. Tus ideas han dado un giro de ciento ochenta grados al final de la novela y a la continuación de la saga.

A mis compañeros de trabajo y, en especial, a mis niñas por el apoyo incondicional. Sin vosotras, no iría a trabajar cada mañana con una sonrisa.

Gracias a mi gran familia, primos, tíos, sobrinos, por estar ahí. A mis padres por el orgullo que no lográis ocultar. A Carol por leerme la mente como Feyrian y acompañarme con una sonrisa a cualquier locura que te proponga. A Uri por luchar contra los elementos para poder venir y casi conseguirlo. A Àdam por contar con más dones mágicos que un infinito y ser mi mayor fan.

A mis amigos. Mil gracias por celebrar mis triunfos y animarme en los fracasos. Por acompañarme siempre, pese a las inconveniencias. Me siento afortunada por teneros en mi vida.

Arlet, cada uno de los malabares que tu padre y yo hacemos para incrustar la escritura de una saga en tu vida sin que te pase factura, valen cien mil veces la pena. Antes me quito horas de sueño que horas sin tu sonrisa de dientes diminutos.

Edu, mil gracias por llevarte a la peque al parque de vez en cuando, por dormirla las noches que solo quiere jugar, por cocinar los fines de semana para que yo escriba. Contigo todo es tan fácil… Te quiero a rabiar, mi amor.

Finalmente, gracias a ti, lector, por confiar de nuevo en la saga Infinito. Deseo de corazón que disfrutes y sufras junto a Ada este fragmento de su aventura.

 

 

 

1

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Son muchos años los que han pasado desde entonces, aunque, en mi memoria, los recuerdos del día en el que llegué a la isla saben a ayer. Es de aquellos lugares imposibles de reproducir en una imagen. Algunos elementos de la Tierra poseen una belleza tangible en sus partículas y solo pueden ser registradas por un cuerpo presente. No pueden transmitirse, ni siquiera con palabras. Su singular atractivo está atado al ahora, no se posterga. No existe más allá, ni en el futuro ni en tu mente. La magnificencia de esos lugares se pierde con cada paso que tus pies te alejan. Imposible explicarlo sin desmerecerlo, imposible recordarlo tal cual lo viví.

Esa porción de tierra vibraba como un ente vivo. Se podría pensar que un unicornio se habría tragado la selva brasileña de Feyrian y luego la hubiera regurgitado sobre la isla. Pese a llegar de noche, el arcoíris que plasmaba la extensión que alcanzaba mi vista era sobrecogedora. Aparecimos en la playa, junto al romper de las olas. El agua brillaba con luz propia. Un sinfín de chispas destelleaban sobre la superficie como si diminutos peces luminiscentes nos dieran la bienvenida. No pude maravillarme demasiado con el espectáculo porque Feyrian comenzó a caminar hasta la fila de árboles que delimitaba la playa. Lo seguí y dejamos atrás los pocos bultos que había traído conmigo. Con cada pisada, los granos se adherían a los bajos de los pantalones igual que pepitas de oro, fulgentes y gruesas. Sostuve un grano entre los dedos y me lo acerqué a la nariz para comprobar que, como imaginaba, aquello no tenía pinta de arena. Era algo distinto, más bello y delicado, como si se tratara de una realidad alternativa. Aquellas maravillas no parecían corrientes.

La flora que cubría la tierra en el incipiente bosque del margen de la playa resplandecía en una amalgama de verdes, desde el lima hasta el verdinegro. La brisa que viajaba desde el océano la hacía mecer tales olas bravas. Nosotros dos, curtidos marineros, las atravesábamos: Feyrian separando con delicadez ramas, arbustos o flores de un tamaño y de un color para mí nunca vistos, y yo acariciando lo que mis brazos abarcaban, registrando sensaciones, por si aquel lugar era de aquellos imposibles de evocar.

Para cuando salimos del bosque, mi sentido del olfato hacía tiempo que había colapsado. Recuerdo pensar que la selva amazónica, donde hacía unas horas había estado a punto de morir, olía como Feyrian. El aroma salvaje del infinito, como si un prado hubiera estallado de repente, se percibía por doquier en la selva de Brasil. La isla, en cambio, no estaba hecha para la nariz humana. De haber respirado hondo, me habría desmayado de puro éxtasis. El perfume era tan espeso, sinfónico y penetrante que el cerebro se paralizaba intentando separar los distintos estímulos, para luego procesarlos juntos. En aquella ocasión, hasta la sublimidad resultaba excesiva.

Feyrian se detuvo al llegar a un claro. La luna era creciente, pero no hacía falta su luz para ver lo que teníamos enfrente. El esplendor de la naturaleza misma que nos envolvía era suficiente y dotaba de sombras danzarinas a una fila de peculiares construcciones. Las numerosas edificaciones que germinaban de la hierba como brotes se hallaban separadas las unas de las otras por un par de metros y formaban lo que aparentaba ser la fracción de un círculo. Eran idénticas entre sí, y contaban con una planta circular y unas paredes blancas impolutas sin ventanas ni puertas.

Miré el escorzo de Feyrian a la espera de que me dijera algo, alguna explicación por fútil que fuese, pero no hubo suerte. Desde que habíamos llegado a la isla, se había limitado a caminar en silencio dando por hecho que yo lo seguiría. Hasta el momento, no se había girado ni una sola vez para comprobar que así era.

Feyrian se acercó a los peculiares edificios y fui tras él. Pasamos por entre dos de ellos y, al observarlos más de cerca, pude comprobar que sí que tenían puertas, solo visibles por la ranura de forma rectangular que las enmarcaba, ya que estaban hechas del mismo material brillante, liso y frío que la pared.

Dejamos atrás esa línea de obras cilíndricas y llegamos a una nueva hilera, con un número menor de construcciones que, entre sí, formaban otra circunferencia de diámetro más reducido. Tras alcanzar la última fila, descubrí que aquellas casas estaban dispuestas formando un total de tres círculos concéntricos.

En el centro del último se encontraba lo que buscaba Feyrian: un nutrido grupo de infinitos. En el escaso segundo que duró aquella estampa, entendí que nadie los había avisado de mi visita. Exhibían su cuerpo níveo, idéntico al de los tres regentes, Anscar, Troen y Vandala. En aquel momento pensé que, aunque compartían el mismo aspecto y par de ojos rojos crepitantes, los tres regentes no relumbraban de la misma forma. A la mayoría de los individuos les llameaba un corazón de luz en el pecho tan intenso que sus rasgos faciales, ya de por sí etéreos, apenas se vislumbraban desde mi posición. Justo cuando mis sentidos comenzaron a disfrutar de la imagen, como si acabara de ser testigo de una danza de dríadas, aquella fábula se evaporó sin más.

El aspecto de cada uno de los infinitos congregados se transformó. Como si alguien hubiera accionado un interruptor, cambiaron su cuerpo al humano. El bochorno me inundó de golpe desde la planta de los pies hasta la coronilla. Por supuesto, no llevaban ropa. Frente a mí, más de un centenar de personas completamente desnudas.

Feyrian alzó mi barbilla con dos dedos y me obligó a mirarlo. Sonreía con dulzura. De repente, reparaba en mí con un brío diametralmente opuesto a la indiferencia de hacía unos minutos.

—Voy a presentarte a mi familia —me dijo mientras ampliaba su sonrisa.

Aquel Feyrian era distinto al de siempre. Rezumaba calma. Jamás lo había visto relajado hasta entonces. En nuestros encuentros anteriores, una parte de él permanecía en guardia, dispuesto a atacar o a defenderse.

Entrelazó sus dedos con los míos y me acercó al grupo de infinitos. Yo miraba al suelo, incapaz de observar directamente el nudismo de mis anfitriones. De soslayo y sin poder evitarlo, reparé en que la mayoría eran mujeres embarazadas en un avanzado estado de gestación.

Los pies de Feyrian, cubiertos por las botas militares de siempre, se detuvieron frente a otro par descalzo. Aquellos, diminutos, de dedos tan finos que parecía imposible que no se quebraran al caminar liberados, apuntaban en mi dirección.

—Bienvenida a la isla, Ada —dijo la dueña de los pies, con un tono tan delicado y dulce que no pude evitar levantar la vista y mirarla a la cara.

Se trataba de la madre de Feyrian, la preciosa mujer embarazada de mis visiones, de larga cabellera lisa y enormes ojos achinados. Ella me miraba, igual que Feyrian, con la sonrisa franca del que no tiene nada que ocultar.

—Gracias —dije al fin. No se me ocurría nada más que añadir.

Con la mirada fija en el frente, la desnudez de mi alrededor se mostraba sin tapujos y, para mi sorpresa, ya no me hacía sentir incómoda. Los infinitos vivían el nudismo como lo podría vivir un caballo, y aquella actitud se contagiaba como un germen. Me entraron ganas de quitarme la ropa allí mismo, por pura cortesía de invitado.

Feyrian aún no me había soltado la mano. Su madre le agarró la que tenía libre y compartieron una significativa mirada con, probablemente, alguna que otra transferencia telepática.

—Acompáñame —susurró muy cerca de mi oído.

Estrechó con fuerza mi mano y me llevó con delicada determinación hasta la entrada de uno de los cubículos que se erigía al otro lado de la explanada. Caminamos con parsimonia como si no supiéramos teletransportarnos, como si no nos observaran varios centenares de infinitos desnudos, o quizás debido a ello. Feyrian apoyó su mano libre en el quicio de la puerta y empujó hasta dibujar una ranura en la superficie lisa de la fachada. Entramos.

El interior se hallaba iluminado por la pared misma. Al igual que la Sala Blanca de los regentes, el material de la única pared circular que delimitaba la estancia era rugoso, elástico y blando, e irradiaba una tenue claridad, perfecta para aquella noche cerrada. Los macutos con mi ropa y las pocas pertenencias que habíamos dejado abandonadas en la playa se apoyaban contra la pared, muy cerca de la puerta de entrada. En el centro justo de la estancia, la madre de Feyrian se sentaba sobre una cama pulcramente hecha, la cual, tras la reciente tortura de Anscar, me quedé mirando como un náufrago habría observado la quilla de un barco pesquero ondeando en alta mar.

La infinita había llegado hasta allí sin despeinarse siquiera en los escasos dos minutos que habíamos tardado en recorrer la plaza justo después de que me saludara. Aquello no me habría extrañado en absoluto —teniendo en cuenta que la mayoría de los infinitos podían teletransportarse— de no ser porque iba ataviada con un blusón de gasa estampada con motivos florales que antes no llevaba. De todas formas, respiré aliviada. Al fin y al cabo, agradecí que hubiera tenido la deferencia de cubrirse el cuerpo desnudo.

—Ada, siéntate junto a mí.

La voz de la infinita rasgó el silencio de la isla. Dentro de aquel edificio, sin poder ver ni escuchar a ningún otro, parecía que solo estuviéramos los tres en el mundo. Habló con tono sosegado y afable mirada, aunque señaló el lugar exacto donde debía sentarme con un gesto enérgico de su mano, convirtiendo la dulce sugerencia en un imperativo ineludible. Pensé que Anscar tenía a quién parecerse.

—¿Podrías dejarnos, Feyrian? —preguntó la infinita—. Me gustaría hablar con ella a solas, si no te importa.

Él asintió sin decir nada. Me miró con una mirada tan cargada de significado que no me hizo falta usar el don de la telepatía para entender que se sentía feliz, satisfecho. Aquella mujer cuyo muslo rozaba el mío era la madre del ser milenario del que me había enamorado. Feyrian estaría muy contento por las presentaciones, pero yo no podía evitar sentir que mi estómago había girado sobre sí mismo dentro de mis entrañas.

Se teletransportó lejos de allí y yo le sonreí a la infinita, como si con ese ademán pretendiera enmascarar los nervios que me hacían mover los tobillos como una virtuosa del claqué. La infinita colocó su mano sobre mi muslo durante un instante, no supe muy bien si como gesto tranquilizador o para frenar los embistes de mi pierna.

—Aún no nos han presentado correctamente —me dijo mientras se apartaba un mechón de cabello oscuro que le caía por delante del hombro, con una naturalidad tan humana que me tranquilizó de inmediato—. En realidad, no tengo nombre. Nadie me lo ha puesto jamás. Pero puedes llamarme la Primera. Todos lo hacen.

El apelativo me sonó de lo más pueril. No dije nada; no hizo falta. Mi cara debió hablar por sí misma, porque la Primera siguió hablando:

—Sé que no es el mejor nombre, pero cumple su función. Mis hijos no sabían cómo llamarme. Se referían a mí de esa forma y finalmente se impuso el hábito. —Perdió la vista en la pared y en sus recuerdos. Sonrió con la mirada aún perdida en un tiempo remoto—. Fue idea de Anscar, como tantas otras cosas.

Se concedió unos segundos de ensimismamiento y volvió a clavar sus insondables ojos negros en mí. De pronto, pensé que parecían los de Anscar en su cuerpo de hombre, de un negro cerrado y surcados por finísimas vetas rojas que bullían, único vestigio de la apariencia ancestral que en realidad tenía y que, seguramente, pugnaba por volver a mostrarse, incómoda por el disfraz humano.

—La mayoría de los infinitos que moran en esta isla hace siglos que no nos encontramos en presencia de un humano. —Volvió a colocar una mano sobre mi muslo y, al instante, sentí una oleada de energía caliente que se propagó por todo mi cuerpo—. Perdónanos si no recordamos las convenciones sociales de tu especie o si te hacemos sentir incómoda con nuestras costumbres. Espero que puedas entenderlo.

Desde luego, pensé que se había olvidado por completo de que los seres humanos solíamos parpadear de vez en cuando, porque no recordaba haberla visto hacerlo ni una sola vez en toda la conversación, detalle que le confería un halo de irrealidad de lo más turbador.

—¿Los infinitos soléis ir desnudos? —le pregunté a bocajarro—. La desnudez es algo que a los humanos suele incomodarnos.

En realidad, aquel tema me incomodaba a mí en particular.

—Los infinitos no muestran su verdadera apariencia frente a otras especies inteligentes. Pero si vas a quedarte a vivir con nosotros, podemos hacer una excepción contigo. —Sonrió achinando tanto los ojos que se le hundieron hasta solo asomar las pestañas—. Feyrian te tiene en alta estima —continuó diciéndome—. Y nosotros a él. Por lo que serás una huésped de honor.

Retiró la mano de mi pierna y, con ella, el arrojo de hacía un momento. En aquel estado de inseguridad, familiar para mí, me sentía minúscula, como una mosca sobre la cama. Me arrepentí de inmediato de que la primera pregunta que le formulara hubiera sido aquella en concreto, aunque ya no había nada que pudiera hacer. La osadía, al igual que el veneno, en pequeñas cantidades sirve de medicina, pero si te equivocas con la medida, el resultado es funesto. Para acertar la cantidad, es necesario haber fallado varias veces, por lo que solo los temerarios habituales logran manejar con tino el arte de la valentía. Para los demás, es mejor pensar un par de veces las preguntas infantiles antes de decirlas en voz alta. Sobre todo, si el interlocutor tiene unos cuantos milenios de edad.

—Justo antes de que llegarais, habíamos acabado de meditar en grupo en el claro del poblado —me dijo—. Es algo que hacemos todas las noches y que nos ayuda a conectar con la magia de la Tierra. Para nosotros es vital. Te invitamos a que participes en ellas si así lo deseas, aunque respetaremos tu opinión si prefieres no hacerlo.

Busqué en sus ojos una pista sobre la respuesta que deseaba oír la Primera. Sin embargo, su faz era como la de una escultura sin vida.

—Será un honor participar —le contesté. Iría algún día por pura curiosidad. Debía ser un espectáculo maravilloso: una meditación grupal de infinitos luminiscentes a la luz de la luna en una isla de mil colores.

—En ese caso, cuento contigo mañana. Comenzará al caer el sol.

La Primera se puso de pie con dificultad, como si le pesara el embarazo a término que lucía su cuerpo humano. Sabía que realmente estaba embarazada porque, hacía unas semanas, había presenciado en la mente de Feyrian una conversación en la que hablaban del bebé que estaba por nacer. Pero recordaba que, nada más llegar al claro, cuando los infinitos parecían regentes, con sus cuerpos blancos translúcidos, ninguno de ellos tenía la barriga abultada. Algo así me habría llamado la atención de inmediato. De todas maneras, allí estaba aquella infinita con cuerpo humano moviéndose como si padeciera ciática.

—Ada —me dijo con voz grave—, hace mucho que no veo a Feyrian tan feliz. —Me estrechó ambas manos. La caricia de sus palmas suaves y calientes sobre las mías fue tan sutil como el roce de las alas de un colibrí—. Sé que tu magia es la suya y que ese nexo es tan fuerte como el que nos ata a la Tierra. Aun así, debes tener cuidado.

Noté un pinchazo en el centro del pecho. Quizás era el nexo del que hablaba la infinita, que me tiraba al retroceder de puro miedo.

—Para un infinito, el tiempo transcurre de forma diferente que para un ser humano. La vida de una persona, aunque posea magia como tú, es exigua. La de un infinito, perenne. La huella que dejes en Feyrian podría sobrevivirte más allá de tu muerte. El amor es infinito, como nosotros, aunque, al igual que tu esmeralda —hizo énfasis en la última palabra mientras alargaba un fino dedo y tocaba la gema—, está vacío sin su fuente. Podrías dañarlo para siempre.

Liberó mi colgante y nos miramos con intensidad. No se me había escapado el tiempo verbal. Era un condicional.

—¿Podría dañarlo? En ese caso, también podría no dañarlo —le dije con respeto, aunque sin miedo a sonar insolente.

Esa vez no había sido la calma ancestral de la infinita la que me había brindado el arrojo, sino el temor de perder a Feyrian antes siquiera de tenerlo. La Primera abrió los ojos, sorprendida, y durante unos segundos que me parecieron eternos nos observamos en un silencio de palabras retenidas.

—Podrías ser tú —me susurró muy flojo. Antes de que pudiera preguntarle qué había querido decir, colocó su palma hueca sobre mi mejilla y me dijo—: Te han dejado algo de comida. Cómetela, te reconfortará.

Y, a continuación, desapareció.

 

 

La supuesta comida resultó ser un manojo de flores exóticas de un aspecto tan peculiar como el de cualquier ser vivo que habitara la isla. Las ingerí una a una, llevándomelas con dos dedos y algo de grima a la boca. El tacto de las flores resultaba áspero y poco agradable, pero tenía que reconocer que, al masticarlas, una sinfonía de notas de sabor explotaba sobre la lengua. Pese a rebosar la hoja de parra verde aceituna que servía de cuenco, el manjar me supo a poco.

Llevaba un tiempo indefinido estirada sobre la cama, observando la exigua luna a través de una abertura que había descubierto en el techo del tamaño de una calabaza, cuando alguien tocó a la puerta con los nudillos.

—Puedes pasar —dije mientras me incorporaba veloz sobre los cojines de la cama, por si era Feyrian el que aguardaba al otro lado.

Era él.

No hacía mucho que nos habíamos visto, pero no importaba; mi pecho seguía ensanchándose cada vez que me sorprendía su presencia. Cerró la puerta tras de sí y me contempló sin decir nada, consciente quizás, igual que yo, de que estábamos solos en una habitación donde el único mueble era una cama.

Tenía aspecto de haberse dado un baño. Su pelo aún estaba húmedo y muy pegado al rostro. Me entraron ganas de acariciar su piel recién lavada, entretenerme en dibujar infinitos sobre ella y deleitarme con su suavidad bajo mis yemas.

—Sí quieres asearte, puedo enviarte a alguien para que te muestre dónde hacerlo —me dijo.

Me sentí, de pronto, la mujer más sucia del planeta. Asentí. Me apetecía un baño reconfortante, aunque dudaba de que en aquella isla pudiera tenerlo.

Feyrian caminó hasta la cama y se tumbó junto a mí. Su esencia fresca inundaba el ambiente. Inspiré hondo con los ojos cerrados, sin poder evitarlo. Era como hundir la cara en la hierba plagada de rocío al romper el alba.

—¿Es lo que imaginabas? —me preguntó con una pizca de inseguridad en la mirada.

—Todo ha pasado tan rápido que no me has dado tiempo ni a imaginármelo —le contesté, siendo honesta—. Supongo que me costará adaptarme. Es… —busqué una palabra que no pudiera ofenderlo— distinto a lo que estoy acostumbrada.

Me acarició el pómulo con un dedo, muy lentamente. Notaba mi piel bullir sedienta por el contacto. Dibujó una línea descendente por mi mejilla hasta alcanzar la comisura de mi boca, que ya estaba entreabierta. Recorrí el espacio que nos separaba y lo besé con urgencia. Mis dedos se le clavaban en la espalda y lo apretaban contra mí con fuerza. Mientras sus manos hurgaban bajo la tela de mi camiseta, las notaba calientes, una sobre la columna y la otra sobre las costillas. Nos oprimíamos con tanto vigor que no pude evitar caer a horcajadas sobre sus muslos mientras seguía lamiendo sus labios con sabor a hierba.

Deslicé mis manos por detrás de su cabeza, llenando mis dedos de mechones húmedos mientras notaba la tensión en su entrepierna. Y justo entonces me apartó. Me agarró por los muslos y me aupó antes de dejarme en el lado de la cama que ocupaba hacía unos segundos. Aquel gesto fue tan rápido y preciso que sentí un cosquilleo en la boca del estómago como si, en vez de sobre Feyrian, me hubiera encaramado sobre una atracción de feria. Se incorporó y encogió las piernas de golpe. Pese a todos sus intentos, yo ya había sentido lo que tanto se afanaba por ocultar, y tampoco entendía a qué venía tanto empeño.

—Feyrian, no pasa nada… —musité mientras le apartaba un mechón mojado que le caía sobre la frente.

El infinito se puso de pie de golpe, visiblemente incómodo.

—Mañana me iré —le dijo a la sábana, porque su mirada se clavaba en ella como si yo no existiera—. No sé cuánto tardaré en volver.

—¿Te vas por la Hueste o por nosotros? —le pregunté.

Alzó la vista hasta mi rostro, reparando en él de pronto.

—Por la Hueste, por supuesto. —Su ceño se fruncía inquisitivo, como si me reprochara haber pensado siquiera en la otra posibilidad—. Sé libre de explorar la isla en mi ausencia —me ofreció—. Le prometí a tu padre que aquí seguirías con tus estudios, y ya está todo dispuesto para que así sea.

Se acercó de nuevo a mí, con cautela. Era como si temiera no poder contenerse. Agarró mi cabeza entre sus manos y besó mi frente con tanto cariño que una corriente de energía me recorrió el cuerpo por entero.

—Esto no es una prisión, Ada. Pero los dos sabemos que si sales de la isla, tu vida corre peligro. —Sus manos continuaban agarrando mis sienes mientras me hablaba a escasos centímetros del rostro—. Necesitas conocer la localización exacta de un lugar para poder teletransportarte hasta él, y tú no sabes dónde está la isla. Por tu seguridad, no lo sabrás nunca. Recuerda esto, Ada: si te marchas de la isla, aunque solo sea por un instante, no podrás volver aquí por ti misma.

Se me escondió un poquito el corazón detrás de las costillas.

Con Feyrian a mi lado, afrontaba el destierro con alegría.

Con Feyrian ausente, ya veríamos.

 

 

2

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Durante el sueño, una pequeña puerta sobre el esternón se abre y deja salir el vaho que normalmente infla nuestras costillas. O eso es lo que me decía mi padre cuando era pequeña y no quería irme a dormir. Según la fábula, por la noche, la nube gris de las entrañas sale del esternón y flota por encima de cada uno de nosotros hasta colocarse sobre nuestras cabezas. El vaho, que huele como el algodón de azúcar, vuelve a introducirse en nuestro cuerpo, pero esta vez por la nariz —y por la boca si está abierta—, y se aloja en el cerebro. Por ese motivo, decía, es nuestro corazón el que sueña, no la mente, y por eso al despertar no recordamos los sueños o, si en efecto lo hacemos, resultan inconexos. Puesto que esos sueños son del corazón, solo él los comprende, solo él se encoge o trota contento por su recuerdo. Mi padre decía que eso pasaba cada noche y que las niñas pequeñas debían irse a la cama para que el corazón pudiera soñar. Decía que si insistía en permanecer despierta hasta tarde, que si le concedía al corazón poco tiempo para evadirse, este acabaría parándose de tristeza.

Aquella mañana me desperté de golpe. Abrí los ojos y me cubrí con la almohada de inmediato, cegada por un resplandor que no esperaba. Me destapé la cara de forma más gradual y enfoqué la vista cuando creí ser capaz de hacerlo. Me encontraba en el interior de una casa blanca circular, con un agujero del tamaño de una calabaza en el techo por el que se colaban los primeros rayos matutinos. El vaho de las costillas probablemente seguía enturbiando mi mente, ya que necesité unos buenos dos minutos para poner en orden mis recuerdos del día anterior y desdeñar de mis pensamientos un par de imágenes sin sentido que habría soñado mi corazón y que tenían que ver con Feyrian.

Me incorporé sobre la almohada y noté mi pelo apelmazado tras la nuca, como si un mono pelirrojo se hubiera encaramado a ella. Tras despedir a Feyrian la noche anterior, tomé un baño. Fue una pésima idea, por supuesto, y era obvio que Feyrian me la había sugerido la noche anterior, porque él no tenía una melena tan rizada como una col y larga hasta los codos. En la isla no había bañera, ni ducha ni toalla ni secador ni peine de púas. Había una laguna preciosa. «Al menos no tuve que bañarme en el mar —pensé—, porque de haber sido así, mi pelo, esta mañana, más que un mono, parecería un dragón de tres cabezas».

La noche anterior me acompañó un infinito a la laguna, con su cuerpo luminiscente. Sabía que el ser exhibía su aspecto original porque la Primera le habría dicho que su otro físico desnudo me hacía sentir incómoda, aunque era obvio que la otra opción le contrariaba a él o ella, ya que no me dirigió la palabra en todo el tiempo que tardé en bañarme. Yo tampoco. Mis pensamientos iban de aquí para allá, rebotaban en mi cabeza como saltamontes atrapados en un tarro de vidrio. Me sentía algo aturdida por la reacción de Feyrian a nuestro último… contacto físico. Desde luego, teníamos una conversación pendiente.

Tras frotarme la piel tan fuerte bajo el agua cristalina de la laguna que al salir debía lucir más roja que las enormes flores con forma de lengua caída que crecían en la orilla, recordé que no había traído toalla. Y dudé de que aquellos seres tuvieran alguna para prestarme. Mientras el infinito me daba la espalda, me sequé como pude con la camiseta sucia que había dejado sobre una roca antes de bañarme. Me cubrí a medias la desnudez con el tejano y le grité al escorzo del infinito que mejor me teletransportaría a la casa que me habían asignado para continuar aseándome y le di gracias por acompañarme. Como no obtuve respuesta, simplemente, lo hice.

De vuelta en la caseta, entré en pánico. Caminé desnuda y goteando por el suelo de arena de playa mientras hacía recuento de los pocos utensilios que había empaquetado aquella tarde. Efectivamente, no había toallas, y tampoco había traído el secador. Ni siquiera un peine. Había un espejo tirado bocabajo sobre la cama, para no tener que ver la mirada de reproche que me habría dirigido a mí misma, y cuatro mudas completas de ropa con su respectiva ropa interior. Respiré aliviada al encontrar una cuchilla de depilar. Llevaba un desodorante que se consumiría en pocos meses y un frasco de agua de colonia. Estaba el cargador del móvil, que podría enchufarme en la nariz, y el móvil, cuya batería se agotaría al día siguiente.

Lo último que encontré al fondo de la mochila fueron los cinco tomos que componían el diario de Sara. Abracé el primero contra mi pecho. Me recordaba a mi infancia. De hecho, olía a ella. O, mejor dicho, al interior mohoso del baúl de piel de cocodrilo que había bajo el hueco de la escalera de mi casa en Venon. Absorbí con avidez el efluvio a pasado. Fue así como caí dormida, sobre los pocos enseres que traía conmigo y abrazada al diario de mi bisabuela, unas tres o cuatro horas antes del amanecer.

De pequeña, mi padre insistía en que al corazón había que concederle unas cuantas horas de descanso para tenerlo contento. Aquella mañana, la primera en la isla, mi corazón había despertado un poco más triste.

Dentro de la estancia, a la derecha de la cama, crecía un árbol joven. No entendía de árboles y no sabía a qué especie pertenecía, ya que de él no pendían frutos, y tampoco la forma de su copa u hojas me resultaba familiar. Las ramas que se diversificaban en la parte alta me parecieron fuertes, y las utilicé de perchero donde colgar mi ropa y el talwar. Empleé una hebilla dorada de la funda del sable para penderlo del brote más robusto con la esperanza de que resistiera. Jonás me había dicho tiempo atrás que las espadas infinitas sentían aunque no estuvieran vivas y que por ello debíamos tratarlas con consideración. Sentí un pellizco en el estómago al pensar que habría estado orgulloso de mí de haberlo visto.

A los pies del árbol había una concha de ostra del tamaño de una sandía. Le di la vuelta y coloqué en su interior los pocos objetos que tenía. Apagué el móvil, puesto que en la isla no lo necesitaría, y también lo deposité allí, junto con el cargador inservible. Los diarios de Sara, en cambio, los oculté bajo la almohada. No sabía por qué lo había hecho, sin embargo, me sentí más relajada tras esconderlos. Luego estiré las sábanas de lino, que me resultaron ásperas al tacto. Al acabar, miré a mi alrededor, buscando algo con lo que poder entretenerme y atrasar el momento en el que, sin más excusas, tuviera que enfrentarme a salir.

Vi la entrada y me encogí de hombros. No podía quedarme en aquella habitación para siempre. Agarré el talwar, empujé la puerta y salí.

El silencio era aún más insoportable fuera. La isla parecía dormida. Caminé poco a poco hasta llegar al claro del círculo central, y me sorprendió observarlo bajo los tímidos rayos del alba. En aquel lugar era donde los infinitos realizaban la meditación diaria. Allí solían congregarse y, de hecho, allí mismo estaban cuando llegamos a la isla. Sin embargo, la zona no tenía nada de especial. La isla era como un géiser que cada pocas horas escupía vida; vida que luego absorbía la tierra, para luego escupirla de nuevo. En cambio, aquella explanada estaba muerta. Ni una brizna de hierba crecía en el poblado circular. No sabía si ese era el motivo por el que se habían instalado en aquella zona en particular o si el área había quedado yerma por culpa de que se establecieran allí.

De todas formas, pasear a solas por aquella plaza en el romper del día era como colarse en el funeral de un desconocido. Los tres círculos de casas que me rodeaban rezumaban solemnidad; calladas y quietas, como debía ser, aunque percibía tal energía sobre mis hombros que no me habría extrañado sorprenderlas bailando en corro.

Caminaba con lentitud exagerada, seguida por el crujir de mis pasos sobre los guijarros, y por mi sombra, que los mancillaba. Me sentía una intrusa en tierra sagrada y, en realidad, lo único que deseaba era salir de allí. Me marché de la explanada, igual que el que desanda sus pasos al descubrir en mitad de la cocina que el suelo está fregado: a grandes zancadas lentas, de puntillas y reteniendo el aire. Sobre todo, para no causar demasiado estruendo y despertar a los infinitos que todavía debían dormir a pierna suelta dentro de sus hogares cilíndricos.

No solté el aire de mis pulmones hasta que mis pies pisaron la hierba que crecía junto al extremo más alejado del círculo, en el lado contrario por el que lo había cruzado la noche anterior junto a Feyrian. Ya que parecía ser el único ser vivo despierto de la isla y sin nada mejor que hacer en el horizonte, pensé en dar una vuelta por los alrededores y familiarizarme con ellos.

Más allá del cerco árido sobre el que se establecía el poblado, el esplendor de la naturaleza volvía a cubrirlo todo con su velo. Paseaba con los brazos extendidos, sin poder evitar rozar cualquier elemento que alcanzaran mis dedos. Mi presencia activaba el entorno. Al pasar y tocar la flora, se alzaban un sinfín de partículas multicolores, como si en aquel lugar del mundo, el rocío, en vez de agua, fuera purpurina.

Mi olfato seguía incapaz de procesar el conglomerado de aromas. Aun así, me agaché hasta una flor de inusual aspecto con la intención de captar su olor. Estaba compuesta por tres únicos pétalos de color verde esmeralda y forma triangular casi perfecta, y de un estigma puntiagudo y dorado que sobresalía por encima de la corola. El efluvio me aturdió durante un instante. Perdí el equilibrio y tuve que colocar una mano en la mullida hierba para evitar caer de bruces sobre la flor y aplastarla. Olía tan dulce que parte de su esencia se había quedado atrapada al principio de mi garganta y dejado un rastro de sabor almibarado que no me abandonó durante el resto de la travesía.

Seguí caminando hacia el sol, que ya se perfilaba tras el horizonte. Los rayos comenzaban a calentar, pese a tratarse de las primeras horas del día, y también cambiaba la humedad del ambiente. Me alegré de no ser una chica cualquiera y de que hiciera meses que a mi cuerpo le hubieran dejado de afectar las temperaturas extremas, porque aquel inicio de mañana prometía.

Los arbustos crecían por doquier y hasta mi cintura, de excéntricas tonalidades. Mis muslos rozaban setos de color verde dorado, verde morado o verde blanco. Aparentemente, no tenían nada de extraordinario; eran verdes, al fin y al cabo. Sin embargo, al acercarte y tocarlos, infinidad de briznas salpicaban el suelo de colores imposibles. O mis sentidos se habían vuelto daltónicos o aquel bosque, en vez de oxígeno, liberaba narcóticos. Lo que en un primer momento me había resultado hermoso, empezaba a saturarme.

Conforme mis pasos me alejaban de la aldea, la isla se volvía más extravagante e inhóspita.

Recogí una rama del suelo y comencé a trazar círculos en la tierra. Estaba aburrida. Me encontraba en aquel entorno mágico y, tras unas dos horas de ruta, lo único que deseaba era estar con Feyrian. Me encontraba en su hogar, sin él y sin la más remota idea de por cuánto tiempo. «Ya que no puedo estar con Feyrian, al menos podría haberme encontrado en Venon», pensé. En el instituto, ensayando con la coral. En la cafetería, tomando un chocolate blanco caliente con Carlota. En el bosque, entrenando con Jonás. Sentí un pellizco detrás del ombligo. Desdeñé aquella reacción de mi cuerpo y me llevé la mano al mango del talwar, que me había acompañado todo el camino pendido de mi cintura. Percibí de pronto la quemazón de la esmeralda del colgante sobre la piel entre las clavículas y me sorprendí por no haberlo notado antes. A lo mejor se debía a que en aquel momento sudaba como si me encontrara en un onsen. Seguramente, los grados y la humedad del ambiente eran muy parecidos a los de un baño tradicional japonés, y el hecho de llevar varios kilómetros de ascenso no ayudaba a la sensación de sofoco.

Me puse de pie de nuevo y desenfundé el talwar con morosidad. Me encontraba sola en aquella zona de la isla, pero, de algún modo, sentía que podía ofender a alguien con la simple acción de desenvainar. Realicé una serie de fintas mientras recordaba aquellos primeros entrenos con Jonás. Recordaba sus gestos de asombro por cada una de mis proezas, nuestros cuerpos rozándose de tanto en cuanto y el temblor de mis entrañas cada vez que eso pasaba. Evocaba aquellos primeros besos de hacía unos meses, tantas veces soñados y tan pronto enterrados.

Jonás había sido mi primer amor. El primer amor nunca se olvida. «Ni siquiera después de conocer al verdadero», pensé. Ni siquiera después de Feyrian. Echaba de menos a Jonás porque Feyrian no estaba. ¿Era eso quizás? Si Feyrian estaba conmigo, en cambio, no existía Jonás. Aquella era la verdad, alta y clara, sin medias tintas. En el corazón de aquel extraño bosque, una no podía mentirle a su alma.

Volví a enfundar el talwar. Pensé que quizás había realizado aquel par de fintas como tributo a Jonás, lo que me hizo sentir mejor. Había defraudado a mi amigo después de que me pillara besando a Feyrian. La evocación de aquel episodio me provocó un pinchazo en la garganta. Cualquier intento por acercarme a Jonás, aunque fuera en el recuerdo, aligeraba el sentimiento de culpa.

De pronto, sentí un chasquido a mi espalda y una bandada de pájaros se elevó graznando, asustados por el ruido. La sospecha de que me observaban me había carcomido todo el camino, aunque no se convirtió en certeza hasta aquel momento.. Enfoqué la vista hacia el lugar donde se había originado el crujido y descubrí lo que parecía un ojo amarillo observándome fijamente por entre unas hojas de color púrpura, grandes como un melón. Las plantas se movieron pesadamente mientras aparecía de detrás de ellas una cresta de púas de idéntico color ambarino. Frente a mí apareció lo que debía ser una iguana del tamaño de un cerdo. El cuerpo del animal lo recubrían unas escamas tornasoladas cuya tonalidad viraba de los naranjas a los dorados. Caminaba sobre sus cuatro patas, con el pecho orgulloso y la cabeza dirigida hacia el cielo. Sus fauces entreabiertas mostraban una fila de pequeños dientes puntiagudos. Parecía desconocer que yo no era una presa cualquiera y que le resultaría bastante difícil cazarme.

Valoré mis opciones. No me apetecía enfrentarme al reptil, y mucho menos tener que defenderme, pudiendo herirlo en combate. Corrí por entre la maleza tan rápido como mis capacidades sobrehumanas me lo permitieron, hacia adelante y sin mirar atrás, sin saber si la iguana me seguiría. Corrí kilómetros. A aquella velocidad, la espesa vegetación se había convertido en un borrón multicolor cuyas centellas salpicaban por doquier. El bosque, como si de un ente vivo se tratase, se apartaba a mi paso y acompañaba mi movimiento sin evitarlo, permitiéndome la huida.

Frené al llegar a la cima. Apoyé las manos sobre las rodillas y me concedí unos segundos para recobrar el aliento. Eché un vistazo al camino que había abierto en la espesura del bosque, satisfecha de no hallar ningún rastro del reptil dorado. Alcé los brazos hacia el cielo y aproveché el estiramiento para crujir mis vértebras. Disfruté de la postura con los ojos cerrados, sin poder evitar que me viniera a la mente la imagen de mi madre en mallas realizando el saludo al sol de yoga. Sonreí para mis adentros. Echaba de menos a Marcia, algo que jamás habría pensado que pudiera suceder.

Respiré hondo, aún con los ojos cerrados, y llené mis pulmones de aire puro. La brisa refrescaba mi cuerpo húmedo por el sudor. En aquel lugar de la isla me sentía a gusto. Abrí la boca y canté. Las primeras notas rasgaron mi garganta, perezosas por la falta de práctica. Igual que si hubiera descorchado una botella de cava, la música brotó atropellada para luego fluir como el líquido dorado, con cuerpo y burbujas. Elevé la voz tan alto que, mientras cantaba, me imaginaba a la iguana siguiéndola a ciegas por el bosque. Y yo, como el flautista de Hamelín, la conduciría hasta aquella cima para luego dejar que se despeñara por algún acantilado.

Seguí cantando mientras pensaba que, a lo mejor, los regentes podrían caer en la misma trampa que el reptil. Solo tendría que atraerlos hasta la isla, hasta aquella montaña, y callar en el momento justo. Tal vez así volvería a ser libre.

Cantaba la balada de Britten, Balulalow, la misma que me había hecho quedarme en blanco frente al instituto al completo. Me disponía a alcanzar la estrofa final, y mi voz se desgañitaba tan fuerte que el sonido ya no resultaba armónico. Pensé en el delirio de hacía unos segundos y en las muertes de los regentes y del reptil, las cuales habrían pesado sobre mi conciencia junto con otras que ya lo hacían. Sostuve la nota del final tan alto y tan fuera de tono que me lastimé la laringe.

Me corrió una lágrima por la mejilla. En aquella ocasión, sabía que el llanto nada tenía que ver con la interpretación. Me limpié la cara con el índice y abrí los ojos. En un primer momento, me deslumbró la luz. Tanto tiempo había permanecido con los ojos cerrados que tardé en acostumbrarme a la claridad.

A mi lado se encontraba la iguana, tan cerca que me sorprendió no haber percibido su presencia antes. De hecho, ignoraba el tiempo que llevaba allí plantada. No me miraba. Olisqueaba el aire en busca de algo. Oteaba allí y allá, pasando por alto mi presencia, y de pronto comprendí a qué venía aquella actitud tan extraña. Debía haber activado mi don de la invisibilidad durante la huida. Daba la sensación de que el reptil me buscaba a mí. Finalmente, había conseguido atraerla como el flautista de la fábula, aunque prefería este final sin muertes que el de la historia.

La iguana prosiguió la marcha, harta de rastrear fantasmas, y yo la seguí con la mirada. Fue entonces cuando lo vi.

Allí mismo, sobre la cima, a unos veinte metros de distancia, se erigía un templo de aspecto solemne. La construcción de piedra, de factura delicada y laboriosa, de silueta puntiaguda y esbelta como si los mismos dioses la hubieran erigido, disonaba con el entorno casi tanto como el reptil dorado que se arrastraba pesado por su camino de entrada.

 

3

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde bien pequeña me ha gustado jugar a las casas. A las pequeñas de muñecas, donde hasta un trozo de goma de borrar podía servir de mesa, o a las grandes, hechas con las cortinas del salón, varias sillas y cojines. En el bosque con Jonás, las ramas secas, hojas y nuestros propios abrigos servían de material de construcción. Cercábamos el área de juego, reducíamos nuestras posibilidades a sabiendas y las confinábamos en el interior de una estructura artificial. ¿Con qué motivo? ¿Para qué limitar tu espacio cuando puedes corretear por cualquier parte? ¿Tendría que ver con la naturaleza del ser humano, un rasgo tan ancestral y arraigado que hasta los niños juegan a que construyen casas?

Un día cualquiera de aquella época, mi colegio llevó a mi clase a visitar una iglesia antigua de la Baja Edad Media.

Como habitualmente pasa con la mente de los niños, cuya atención se fija en los detalles más inverosímiles y sin embargo obvia lo evidente, no recuerdo el año de construcción ni el arquitecto o constructor. No he olvidado, en cambio, el temblor en mi pecho, como si un colibrí volara entre mis costillas, nada más descender los escalones del autocar y divisar la edificación en toda su magnitud. Jamás había contemplado una construcción similar. Nada tenía que ver con las casas de Venon, con sus escaleras de tres barandas, ni con el resto de los edificios que colmaban el pueblo. Ni Tolca, la ciudad más importante de los alrededores, contaba con algo remotamente parecido.

La iglesia era una mole rectangular y de aspecto tosco. Los bloques de piedra parecían colocados de cualquier forma y sin concierto. No obstante, la capilla destilaba poderío. Aquel vestigio del pasado, por muy antiestético que resultara, poseía un alma encerrada entre sus muros, y hasta una niña de corta edad podía advertirlo. Recuerdo pegar una oreja a la pared del altar y aguardar a escuchar un latido. Recuerdo agarrar a Jonás de la mano y obligarlo a hacer lo mismo.

En el autocar de camino a casa, jugueteando entre mis dedos con una piedra que había recogido del suelo del edificio, llegué a una conclusión acerca del asunto del porqué de las casas. Aquella iglesia que acababa de visitar no solo era un montón de rocas dispuestas sin mucho tino unas sobre otras. Era el recipiente de algo. Aquel edificio tan antiguo guardaba la vida que antaño había albergado, un vestigio, para que los visitantes del futuro pudiéramos imaginarla. A lo mejor, eso era lo que los adultos buscaban construyendo casas y por eso los niños lo recreaban. Quizás por ese motivo añadían límites a sus vidas, fronteras que marcaban dónde podían bajar la guardia y comportarse como realmente eran. Probablemente, era una forma de preservar sus almas inmortales entre cuatro paredes, para que, después de muertos, aún pudieran vagar entre ellas, silbándoles al oído de los visitantes del futuro pistas de cómo habían sido sus vidas o haciendo volar un colibrí en el interior de sus pechos.

El templo de la isla no se parecía en nada a la iglesia de mis recuerdos. Mientras una se asemejaba a la dentadura podrida y mellada de un pirata, la otra parecía un copo de nieve a cincuenta mil aumentos. Sin embargo, en el interior de ambas construcciones palpitaba un alma. Algo tembló entre mis costillas mientras contemplaba el monumento, por lo que, en aquella ocasión, no necesité pegar la oreja al muro para llegar a la conclusión.

El artista parecía haberse inspirado en una fuente compuesta por decenas de intrincados chorros que giraban concéntricos a distintas alturas, congelados en piedra a perpetuidad. Era un milagro que las arcadas, pasarelas y ornamentos del edificio no se hubieran derrumbado tiempo atrás, por lo enmarañadas, estrechas y altas que eran sus formas. Las proporciones eran armoniosas, e incluso los rayos de sol jugaban con la estructura como si el arquitecto los hubiera tenido en cuenta a la hora de establecer el diseño.

Nada en su fachada hacía pensar que se tratara de un templo; y, de hecho, ese era un detalle que descubriría más adelante. Era imposible adivinar la edad de la construcción. A tenor del estado de conservación, bien podría haberse erigido el día anterior. Pese a ello, había algo entre sus muros que hacía pensar en tiempos remotos. En el templo palpitaba un alma muy vieja que hizo temblar algo entre mis costillas desde el primer momento en que la observé de frente y sin tapujos.

No quedaba rastro de la iguana dorada. Seguía con el don de la invisibilidad activado, por lo que me había abandonado a la contemplación artística del monumento recién descubierto, sin miedo a que me sorprendiera algún peligro en aquel bosque desconcertante donde los reptiles brillaban como el sol.