El suicidio in

medias res

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía del autor: Archivo del autor

 

© Samuel Giménez 2018

© Editorial LxL 2018

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: septiembre 2018

Segunda impresión: agosto 2018

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-17516-38-3

Índice

 

Agradecimientos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

FIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mis padres Carlos y Chary,

y a mi hermano Marc.

 

Agradecimientos

 

No formularé la típica expresión que afirma que «la creación de este libro no habría sido posible sin el apoyo de…». Sinceramente, si no hubiese recibido apoyo alguno por parte de ningún conocido o directamente me hubiese llevado algún reproche o burla por dedicarme a algo como la escritura, mi novela habría sido escrita de todas maneras. Sin embargo, de veras puedo sentirme completamente afortunado al haber contado con la ilusión y los ánimos transmitidos por muchísima gente a lo largo de mi vida. No puedo estar más orgulloso de muchas personas que me rodean.

Quiero dar las gracias a todos aquellos amigos y amigas que he ido haciendo desde la mismísima Primaria y que siempre han hecho lo posible por seguir incitándome a escribir y, mostrando una gran imaginación, me han ido ofreciendo sus propias ideas para plasmar en mis escritos, ideas que nunca se sabe si acabaré implantando de alguna manera, por muy rocambolescas que sean. Esto también va para algunos profesores que he tenido y que siempre han admirado mi pasión y dedicación para con este oficio. Tanto en Primaria, Secundaria como en Bachillerato, pero muy especialmente en este tercer periodo, he conocido a muy buenos compañeros que actualmente siguen formando parte de mi vida como mejores amigos y continúan muy interesados con mi hobby de escritor.

También merecen un agradecimiento mis compañeros y compañeras de universidad. Fue en esta preciosa etapa como estudiante de Filología donde elaboré el libro que ahora tienes en tus manos, por lo que puede intuirse que llegaron a saber bastante sobre el proceso de escritura de esta historia y que en más de una ocasión tuvieron que soportar mi absurdo pesimismo al asegurar que nunca llegaría a publicarla. Debo matizar que algunos de estos compañeros, junto a otros chicos, componen un muy variopinto grupo que, por muy alocado que esté, desde luego sabe cómo mostrar que la vida es mucho más grotesca y divertida de lo que parece, algo que merece la escritura de muchos futuros libros.

Mención aparte debe ofrecerse a mis «compañeros de fatigas» de un pequeño y familiar polideportivo al que acudo muchas tardes para desconectar del día a día. El entrenador personal del mismo es ya una gran figura inspiradora para mí, con su carácter simpático y campechano y sus lecciones de vida, y los demás gimnastas suponen una grata compañía para pasar las tardes de una forma muy amena.

Finalmente, dar las gracias también a los compañeros de mi actual trabajo. Imagino que sabrán perfectamente que tiendo a ser una persona a la que le gusta ir a su completa bola, pero aun así el impecable trato que han sabido proporcionarme y el buen clima de convivencia que generan no se encuentran todos los días. Por supuesto, los miembros de la editorial LXL, incluida mi editora personal, deben recibir otro agradecimiento inmenso por mi parte; sin ellos, al fin y al cabo, la obra habría sido escrita, pero nunca difundida como es debido.

Y lógicamente, para acabar, mi familia tiene el agradecimiento más poderoso de todos, por su entrega y su dedicación para ayudarme a ser la persona que soy ahora. Ellos me aseguraron que acabaría publicando este libro, y, desde luego, acertaron.

Prólogo

El cuerpo de Edgar Fernández había sido encontrado en el centro de su despacho privado con el pálido abdomen grotescamente mutilado. Los únicos elementos que habían decidido hacerle compañía resultaron ser un cuchillo de cocina ensangrentado y empuñado por su propia mano izquierda, una pluma estilográfica que parecía haber sido arrojada contra la pared de aquel cubículo como consecuencia de un acceso de cólera y, más perturbador si cabía, una mancha de líquido seminal que yacía impregnada en el suelo. Una escena dantesca e impactante, ¿cierto? Normalmente, la causa de dicho hallazgo tendría que ser desvelada ante el lector en el desenlace de la historia, pero en esta ocasión me permitiré el privilegio de describir detalladamente cómo se llegó a esta macabra situación justo a continuación.

Para acceder a su despacho, el señor Edgar se veía obligado a bajar a través de un pequeño tramo de escaleras cuyo primer peldaño se ubicaba tras una de las puertas de su domicilio, tramo que conducía a un descansillo del tamaño de una cabina telefónica y que disponía de otra escalera en el costado izquierdo. El descenso a través de ella permitía el acceso a un pequeño pasadizo subterráneo que desembocaba en la entrada de un despacho, entrada cuya robusta puerta gozaba asimismo de una férrea cerradura que solamente podía ser abierta con una llave que mantenía en sus bolsillos en todo momento. Todos aquellos elementos formaban parte, así pues, de una reforma que el señor Edgar, como alquilado del piso, le había solicitado a su casera para gozar de una privacidad completa, y puesto que le aseguró que todos los gastos correrían de su cuenta, la casera aceptó su petición sin ofrecer la menor réplica.

Tras atravesar el pasillo y agarrar el pomo de la puerta maldiciendo para sus adentros por haber tropezado accidentalmente por la escalera como consecuencia de su nerviosismo, Edgar abrió la puerta y se introdujo en el despacho, cerrándola de un portazo y sellándola con su llave desde dentro. En cuanto hubo llevado a cabo un rápido escrutinio de la austera habitación —un cubículo decorado exclusivamente con un escritorio de madera al fondo de la estancia y un pequeño espejo en la pared derecha—, el aspirante a escritor se dirigió a este último y escrutó los deprimentes rasgos físicos que presentaba el individuo que le devolvía una mirada fantasmagórica al otro lado del cristal: el color pálido y cetrino de su rostro, a pesar de la iluminación anaranjada de su despacho; su elevada estatura; su complexión preocupantemente raquítica, a través de la cual podían percibirse los contornos de sus costillas; su cabeza rectangular; su pelo moreno, espeso y alborotado que apuntaba hacia el techo de la habitación; los ojos pequeños, marrones y afilados; sus gruesos labios; su pordiosera barba de más de una semana…

Produciéndose un tremendo asco de sí mismo, acabó propinándole un fuerte puñetazo al cristal del espejo, sin llegar siquiera a agrietarlo. Y antes de acomodarse en el escritorio de madera, determinó que disiparía la tensión que estaba experimentando y que probablemente dificultaría el éxito de su tarea principal.

Para alcanzar aquel primer propósito, el hombre se colocó en el centro del despacho, se tumbó en el suelo como si pretendiera emplear la iluminación de la lámpara como un rayo solar veraniego que bronceara su blanquecino cuerpo y se bajó tanto los pantalones como los calzoncillos. Su reducido miembro viril clavó su enternecedora mirada en los ojos de su progenitor y le imploró que lo ayudara a pegar el estirón para que sus otros compañeros no se regodearan de su pequeña estatura.

Así pues, Edgar lo aferró con fuerza y, mientras lo frotaba violentamente, imaginó que su amiga Laura —de cuya presentación ya me encargaré más adelante— entraba en el cubículo, lo trasladaba a la silla del escritorio asiéndolo de la mano e introducía y movía su salivosa lengua a lo largo de la cámara bucal de Edgar como si esta procesara la escena de un crimen. También ideó mentalmente que, acto seguido, la chica se quitaba su camiseta, los pantalones y las bragas, desnudaba también al escritor y, finalmente, ensartaba su miembro erecto en su orificio vaginal para posteriormente retorcerse de placer mientras elevaba y descendía su espectacular cuerpo y sus formidables senos eran sacudidos de arriba abajo descompasadamente, como si a estos les hubieran colocado unos auriculares y disfrutaran ambos de un estridente concierto encabezado por un canto gutural.

Transcurridos los cinco minutos de los que precisó para masturbarse, el pobre hombre se despidió de la mancha de líquido blanquecino que había dejado en el suelo, se subió sus prendas inferiores, se sentó en la silla del escritorio y esperó a que su pene volviera a retroceder unos añitos y recuperara su longitud habitual.

Encima del tablero de la mesa había un paquete de folios y una pluma estilográfica, justamente los únicos objetos que le eran requeridos para diseñar su supuesta pieza creativa, de modo que se hizo con la pluma y escribió en la primera hoja de papel las palabras en tinta líquida que conformaban el título del nuevo relato: El suicidio in medias res.

Sin embargo, justo en el momento en que tanto el escritor como la punta de la pluma estilográfica se disponían a impregnar el papel con las letras de las primeras líneas de narración, algo detuvo el movimiento de la mano izquierda del hombre; algo que, además, empezó a generarle ciertos temblores, como si el frío hibernal hubiese determinado penetrar exclusivamente en aquella diminuta parte de todo su cuerpo, todo ello mientras la pluma permanecía titubeante a escasos milímetros del papel.

Edgar cerró los ojos y empezó a conversar consigo mismo, intentando tranquilizarse y convenciéndose de que no tenía por qué experimentar el menor miedo al relatar por escrito aquellos implacables hechos; unos hechos que indudablemente constituían unas violentas atrocidades ya no solo pertenecientes a la ficción, sino también al deplorable pero auténtico universo irrevocablemente prosaico y cotidiano que lo circundaba. ¿Por qué razón? Pues porque aunque la policía se hiciera con el manuscrito y se percatara de la implicación del aspirante a escritor en aquellas muertes, nunca llegarían a cazarlo si cumplía con su último y más importante propósito entre las paredes de aquel despacho, probablemente el más descabellado, peligroso y especialmente sádico procedimiento de todos cuantos había planificado.

Sin embargo, tras numerosos intentos de exhortar telepáticamente a su mano a que desplazara la pluma estilográfica, finalmente no fue capaz de escribir una sola grafía en el folio. El temblor de la mano acabó extendiéndose alrededor de todo su torso y, como si experimentara algún tipo de alucinación, Edgar empezó a percibir visualmente toda una proliferación de imágenes que emergían del papel y se insertaban en su cerebro; imágenes que alcanzó a identificar difusamente como las siluetas de sus víctimas.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Profirió un grito arrollador que reverberó por todo el pequeño reducto subterráneo y, como si de un jugador de fútbol americano se tratase, arrojó la pluma estilográfica por los aires. Esta se estrelló contra la pared que contenía la puerta blindada y cayó inerte en el suelo, el mismo suelo donde volvió a sentarse después de levantarse de la silla y sacar de un cajón el único instrumento que resultaría imprescindible para realizar su último trabajo: un cuchillo de cocina, tan afilado como el lenguaje empleado por un autor de novela negra.

En aquella segunda ocasión se encargó de sentarse delante del espejo y blandió el cuchillo con su mano hábil, experimentando el mayor terror que había sentido en toda su breve vida debido a la grotesca y salvaje acción que iba a llevar a cabo. No obstante, finalmente, las limitaciones de su tiempo imperaron sobre su cobardía. Estiró los brazos hacia arriba, se aconsejó a sí mismo que no pensara en el dolor sino en todas aquellas letras del abecedario que debía grabarse en el estómago con el cuchillo… y hundió la afilada hoja del utensilio tanto en el tejido de su camiseta verdosa como en la cetrina carne de su abdomen. La punzada de dolor que le sobrevino al momento y el griterío que produjo fueron tan desproporcionados que no pudo evitar estrellar la parte superior de su cuerpo contra el pavimento, causando con ello que sus ojos dejaran de coincidir con los de su propio reflejo al otro lado del cristal.

En su lugar, el cerebro de Edgar Fernández envió a su sistema ocular el esbozo de todas y cada una de las grafías que debía imprimirse en el cuerpo, de modo que el hombre acató la orden y empezó a desplazar la hoja sin despegarla lo más mínimo de la carne alrededor de toda su zona abdominal, extrayendo el cuchillo exclusivamente cuando concluía una de las letras para así disponerse a escribir la que le seguía. La sangre empezó a brotar rápidamente de las profundas heridas y su torso padeció las más violentas convulsiones, todo ello mientras el muy escandaloso ignoraba —como no podía ser de otro modo, atendiendo a la indescriptible agonía corporal que arremetía violentamente contra su resistencia física— que alguien había empezado a aporrear agresivamente la puerta blindada situada al otro lado del despacho.

Capítulo 1

En una humilde vivienda del barrio de Tecla Sala, en la ciudad de Hospitalet, las cuatro cifras electrónicas de un reloj digital marcaron las ocho en punto de la mañana y su función de despertador, exasperada de tanto permanecer en espera, procedió a llevar a cabo la única función de la que se encargaba durante su fugaz jornada laboral: incordiar a su respectivo dueño y conminarlo a que le dedicara los improperios más improvisados que puede llegar a formular un pobre currante recién levantado.

En este caso en concreto, la alarma despertó a un hombre de admirable complexión musculada que, a pesar de ubicarse esta historia en invierno, tenía la malsana costumbre propia de la ficción americana de dormir desnudo de cintura para arriba. El individuo en cuestión emitió un «Me cago en su puta madre», se incorporó de la cama de matrimonio en la que había dormido, manteniéndose sentado encima del colchón, se frotó los ojos y, tras proferir un chasquido con la lengua, desactivó la alarma del reloj con un fuerte e injustificado puñetazo contra el botón. Acto seguido, se zafó de la manta, se levantó completamente de la cama y abrió la persiana de la ventana de la habitación de un solo tirón y con una sola mano, pues tal era la fuerza física de la que gozaba el sujeto. Soltó una nueva maldición en cuanto la luz del sol incidió molestamente en sus ojos, se plantó delante de un espejo ubicado encima de la cómoda de la habitación y simuló que realizaba una exhibición de culturismo ante los ojos de su idéntico espectador.

—¡Cago en to! —espetó con un timbre de voz bastante histriónico, pues se asemejaba al de un hombre que tendiera a oprimir su propia garganta sin recurrir a las manos, emitiendo entonces un hilarante tono gangoso—. ¡Vaya mierda cuarenta años!

Francamente, incurría en una exageración al considerar que aquella edad había supuesto un deterioro de su aspecto físico. Sin disponer de la esperpéntica corpulencia de un monstruo de película de ficción, todos y cada uno de sus músculos seguían manteniéndose visiblemente fibrosos. Además, contaba con el privilegio de medir un metro ochenta y tres de estatura, por lo que la unión de ambas cualidades estéticas lo dotaba de un aspecto sumamente atractivo. Su cabeza presentaba una forma ovalada y carecía del menor cabello alrededor del cráneo, con la excepción de la zona del hueso parietal, cubierta por una pequeña mata de pelo puntiagudo gracias al constante uso de gomina capilar.

El nuevo sujeto escrutó sus prominentes ojos marrones, sus carnosos labios, la elevada visibilidad de los huesos ubicados bajo sus pómulos y al lado de la boca, los cuales le conferían un rostro algo simiesco, y, por encima de todo, los dos complementos que idolatraba tanto como su musculatura: un piercing en el lóbulo de su oreja derecha y dos tatuajes en forma de águila, uno en su hombro izquierdo y otro de mayor tamaño cubriendo todo su pecho.

—Si es que parezco un macarra callejero —se elogió a sí mismo—. No maduro, macho, es que no maduro…

Volvió a emitir un segundo chasquido con la lengua, se desvistió quitándose el pantalón del pijama y se cubrió el cuerpo con la vestimenta que llevaría aquel día, compuesta por unos pantalones tejanos y un grueso jersey de color plateado. Una vez vestido, salió de la habitación hacia el comedor del domicilio y, justo en el momento en que pisó la nueva sección del inmueble, se topó con una mujer, una dama que acababa de salir del cuarto de baño cubierta de maquillaje. Se trataba de su propia mujer.

—¡Hostia, Pablo! —exclamó, colocándose una mano en el pecho—. ¡Qué susto me has dado! ¿Cómo es que estás despierto si ahora son…? —Miró su reloj de pulsera—. Las ocho y diez minutos, sí. Tu turno de mañana en el gimnasio empieza a las diez en punto, ¿no?

—Lo sé, Esther, lo sé. Se me pasó comentártelo… —gruñó, rascándose su escasa cabellera y dirigiéndose a la cocina, lugar al que su mujer también se encaminó—. Es que se ve que hoy tengo una cita muy importante aquí en nuestra propia casa… En nada vendrá el comisario.

—¿Cómo? —se escandalizó la señorita Esther—. ¿El comisario de la Policía de Hospitalet? ¿El mismo que te quitó la placa y te echó a patadas del cuerpo a raíz de aquel puñetero operat…?

—Sí, Esther, sí, a raíz de aquel puto operativo. No empieces a calentarme la cabeza otra vez con ese tema —la interrumpió, cogiendo una taza de los cajones de la cocina y buscando el cartón de leche en la nevera—. No sé qué cojones quiere contarme cuando se supone que ya han pasado más de tres años desde que me echaron del cuerpo. Ni siquiera le conté que acabé encontrando un nuevo empleo como entrenador personal en un gimnasio, así que a lo mejor se piensa el muy gilipollas que sigo en el paro y por eso quiere presentarse aquí con un par de huevos para descojonarse de mí… Pero ¿qué quieres que haga? —añadió mientras buscaba el sobre de avena para mezclarlo con la leche—. En parte admito que me gané aquel despido, porque tela marinera la de burradas que llegué a cometer en aquella redada…

Percibiendo cómo a su marido empezaba a sobrevenirle un pequeño bajón en su estado de ánimo, Esther se dispuso a acariciarle el brazo, gesto popularmente prototípico para ofrecer apoyo anímico, hasta que a Pablo se le ocurrió beberse la leche con avena con un largo e incómodamente sonoro trago sin emplear una cucharilla, por lo que lo tildó de cerdo y salió rápidamente de la cocina.

—Bueno, Pablo, yo por desgracia sí que empiezo mi turno a esta hora en el centro de estética —le comentó antes de dirigirse a la puerta del pequeño recibidor—. Hoy tengo que depilar, por cierto, a esa chica rubita de la que te hablé la semana pasada, ¿te acuerdas?

—La veinteañera que estaba jodidamente obsesionada con la literatura policíaca esa, ¿no?, que incluso escribía relatos cortos para una revista literaria o algo así, según me contaste. Y que creo que contestaba siempre a tus preguntas con monosílabos. —Esther asintió con la cabeza adoptando una expresión claramente desdeñosa. Él se limitó a soltar una carcajada—. Qué puta ama. Seguro que se piensa que con soltarte el dinero, ya deberías estar suficientemente satisfecha.

Su mujer, en cambio, no dibujó la más mínima sonrisa en su rostro, sino que se limitó a despedirse de su cónyuge sin molestarse en propinarle un solo beso y se retiró del domicilio, lo que aprovechó Pablo para seguir sorbiendo ruidosamente de aquella taza que mantenía sujeta. Lamentablemente, todavía no se había deshecho de toda la cantidad de leche con avena almacenada cuando sonó el timbre de la puerta por la que había salido su mujer. Todo apuntaba a que se trataba del comisario.

No erró en su concisa conjetura. Cuando abrió la puerta del recibidor, se encontró con un elegante señor que portaba un sofisticado esmoquin y que tendría unos cincuenta y cinco años; probablemente más. El susodicho tenía la cabeza en forma de prisma perfecto, unos cabellos totalmente canosos peinados hacia atrás —posiblemente, mediante un cepillo—, un rostro y unas manos bronceados de manera natural, unos ojos grisáceos cubiertos por unas gafas con montura cuadrada y una permanente mueca de rechazo que le otorgaba una apariencia severa.

—Buenos días, Pablo —lo saludó, tendiéndole una mano arrugada que le estrechó muy a regañadientes—. Veo que se conserva muy bien aun habiendo transcurrido casi cuatro años desde que dejó de hacer ejercicio persiguiendo a los malos.

—Sigo haciendo ejercicio, pedazo de capullo —le espetó sin prestar la menor atención al hecho de que se estaba dirigiendo a un alto mando jerárquico del cuerpo de policía—. Por si no te había dado el chivatazo alguno de mis excompañeros de profesión, hace tiempo que conseguí un empleo de monitor en un pequeño gimnasio en el barrio de Pubilla Casas. Y mi turno empieza a las diez, así que si llego tarde por tu culpa, volveré a la comisaría para meterte una host…

—Bueno, bueno, bueno, Pablo, estamos un pelín irreverentes, ¿eh? —Pablo declaró con honestidad que no tenía ni idea de lo que significaba aquel último adjetivo. No obstante, el comisario no se molestó en ofrecerle su acepción—. No se preocupe, procuraré ir al grano y podrá llegar con la máxima puntualidad. Eso en el caso de que decida rechazar la proposición que ahora voy a plantearle.

Pablo frunció el ceño durante unos segundos, pero enseguida intuyó que la pretensión del comisario, sorprendentemente, parecía ser la de readmitirlo en el cuerpo de policía. De ser así, como tendía a resultar recurrente en las series y las películas policíacas, obviamente le sería requerida una determinada condición para merecer la posesión de su antaño compañera de viaje: su requisada placa policial.

Si finalmente resultaba ser así o no, lo cierto era que el invitado pretendía tomarse su tiempo, a juzgar por la parsimonia que empleó en sentarse en una de las sillas de la mesa del comedor y por el hecho de ofrecerle posteriormente un cigarrillo. A pesar de tratarse de un entrenador físico, no lo rechazó, de modo que dejó que su exsuperior se lo encendiera con un mechero, sorbió el humo y lo expulsó a través de los orificios de su nariz. La bocanada permaneció un momento visible y concentrada, como si cavilara su siguiente destino, y como no se decidió, optó por dispersarse en múltiples direcciones alrededor del comedor.

—Pues menudo entrenador está usted hecho —le recriminó el comisario, a pesar de haber sido él quien lo había incitado a fumar—. Creí que prescindiría de ese vicio en particular para mostrar una imagen saludable delante de sus alumnos deportistas.

—Hace nada cumplí cuarenta añacos, Andrés. A partir de esa edad, uno ya está hecho una mierda aunque deje el tabaco —le comentó, sentándose en otra silla y estirando su cuerpo hacia atrás como si se hubiera acomodado en una hamaca—. Solo tienes que verme en la pista del gimnasio cuando los viernes juego un partidillo de fútbol con la chavalería. En media hora, yo ya estoy que no puedo con mi alma y cagándome en todos mis muertos, y ellos aguantan como cuatro horas más. Y lo más bestia es que después del partido no se piran a descansar, no. Luego se van de fiesta a la mierda de discotecas que hay ahora. Ya sabes, Malalts de festa, Up & Down, Otto y todas esas. Se pasan allí toda la puta madrugada poniéndose hasta el culo de alcohol y no se cansan un carajo.

—¿Insinúa entonces que sus buenos tiempos han acabado y que ya ha tocado fondo? —quiso saber Andrés, adoptando una ternura impropia de alguien con su carácter—. Es una lástima, puesto que el motivo de mi visita consistía precisamente en el de…

Y en lugar de responderle con palabras, abrió un maletín de cuero que había traído consigo, extrajo dos objetos que había mantenido almacenados y los posó con elegancia encima de la mesa. Efectivamente, como había predicho el entrenador Pablo, se trataba de su antigua pistola modelo Walther P99, plateada y con calibre de nueve milímetros, y de su placa policial. El expolicía hizo amago de recoger ambos instrumentos, pero observó a su exsuperior negar con la cabeza y optó por retirar el brazo.

—Entiendo. Como dijeron en una buena peli que vi hace pocos días: «No empecemos a chuparnos las pollas todavía» —referenció Pablo, provocando que el comisario profiriera una leve carcajada—. No puedo reingresar de nuevo en el cuerpo de policía a no ser que te haga un pequeño favor, ¿no?

Andrés repuso que tenía toda la razón. En cuanto a aquel misterioso favor que supuestamente tenía que hacerle para apoderarse nuevamente de aquellas dos pertenencias, el funcionario lo informó acerca de un estrambótico y al mismo tiempo intelectivo misterio detectivesco que había ido a parar a manos de la Policía de Hospitalet, la cual el propio Andrés encabezaba, aquella misma mañana.

Hasta el día en que aconteció la dramática expulsión del señor Pablo del cuerpo policial, concretamente de la Unidad de Estupefacientes a la que había pertenecido, todos los casos habían precisado de sus antaño formidables habilidades de asalto, virtuoso manejo de su respectiva arma de fuego y, en muchas ocasiones, de confrontación mano a mano para reducir y arrestar a todo tipo de narcotraficantes, camellos y sicarios; unas cualidades físicas con las que sin duda se había sobrepasado en aquel trágico operativo que conllevó a su despido permanente.

—En cambio —agregó el comisario—, las características de esta nueva investigación parecen requerir de un esfuerzo más bien mental para encajar las piezas de un rompecabezas que por el momento no parece tener ningún sentido. Incluso me atrevería a afirmar que el investigador necesita ciertos conocimientos de literatura… Si me demuestra con su resolución —agregó, extrayendo un tercer objeto del maletín— que nos habíamos equivocado al creer que no contaba con la suficiente perspicacia e ingenio para resolver un caso sin valerse únicamente de su fuerza bruta, será readmitido en el cuerpo y negociaremos una posible subida de sueldo con respecto al de entonces.

Antes de que Pablo se dispusiera a replicar, valorando que ni por asomo contaba con una preparación como aquella, el comisario le enseñó una fotografía Polaroid que había sido tomada en el escenario del crimen en cuestión. La imagen mostraba el cuerpo de un hombre vestido con una camiseta verdosa y tendido en un suelo que se hallaba macabramente cubierto por un charco de sangre escarlata, la misma sustancia que permanecía impresa en la camiseta verdosa de la víctima y que probablemente había emergido de las múltiples rasgaduras que presentaba el tejido de dicha prenda. Asimismo, el cuchillo de cocina que aferraba la mano izquierda del hombre confirmaba fehacientemente que había sido utilizado por el sujeto para hacerse aquellos cortes que, por lo visto, también habían atravesado su carne.

Sin embargo, lo que más impresionó al expolicía fue el mensaje que había transmitido la víctima a través de aquellas rasgaduras. Al parecer, no habían sido realizadas de forma arbitraria, sino que representaban múltiples y pequeñas líneas rectas que se habían ensamblado entre ellas para componer ciertas letras del abecedario; unas letras escritas con indudable maestría, si realmente se las había esculpido el suicida con sus propias manos. El mensaje, por otra parte, no podía ser más espeluznantemente enigmático.

In… medias… res —leyó el entrenador con evidentes dificultades—. Su puta madre, qué pasote. ¿Y de verdad se hizo esos cortes él mismo para crear las jodidas letras? —El comisario se encogió de hombros—. Venga ya, tío, ¿cómo puede alguien rajarse el estómago hasta crear once letras sin acabar rindiéndose por culpa del inmensísimo dolor? ¿Y qué mierda significa in medias res?

—Se trata de una expresión latina, Pablo, pero como podríamos considerar esto como un examen para que pueda demostrarnos sus aptitudes, no puedo decirle nada más —le comentó el comisario, recogiendo tanto la fotografía como las antiguas pertenencias del expolicía—. ¿Qué, se ve preparado para enfrentarse a un crimen tan erudito como este?

—Pinta bastante interesante, no te lo voy a negar… Mira, haremos una cosa —le propuso en esta ocasión mientras se incorporaba de la silla—. Procesaré el escenario, si es que no ha sido desmantelado ya —el comisario le dijo que en absoluto—, y recopilaré información sobre las circunstancias del supuesto suicidio. Luego ya, según vea, iniciaré una investigación o te mandaré a tomar por el culo y volveré a sentarme en mi sillita del gimnasio tan ricamente.

Concluida aquella primera conversación entre antiguos miembros de una misma profesión aunque con diferente grado jerárquico, comisario y expolicía salieron del edificio, se montaron en el coche del primero y se dirigieron a la calle Marcelino Esquius, en el barrio de Pubilla Casas, dirección donde se había cometido el atroz suicidio. En un cuarto de hora llegaron a la calle en cuestión, el comisario le entregó el arma y la placa al inspector, por lo menos hasta que este último tomara una decisión concluyente, y le indicó tanto el número de puerta como de piso del domicilio de la víctima.

A continuación, Pablo se apeó del vehículo, atravesó parte de la calle y se internó en el edificio que le había indicado, cuya puerta afortunadamente permanecía entreabierta, puesto que así la habían dejado los agentes de policía que habían accedido al inmueble. Una vez en el interior del portal, el cual disponía de una escalera a mano izquierda, un ascensor a mano derecha y dos pisos al fondo, atisbó un precinto policial que cubría la abertura dejada por la apertura de la puerta derecha, justo la que pertenecía al domicilio alquilado de la víctima. Antes de molestarse en cruzar el precinto elevando y alargando las piernas, un jovencísimo agente uniformado que tendría unos veinticinco años salió del inmueble, se encontró con el exinspector y ambos se reconocieron al instante.

—¡Hostia, Dani! —exclamó Pablo con una gesticulación cómicamente histriónica por parte de su mandíbula—. ¡El puto amo, tío, el puto amo! ¡Un abrazo, hombre! —El agente de nombre Dani dibujó una afable sonrisa de oreja a oreja y le ofreció un tímido y cálido abrazo a su conocido, felicitándolo por su aparente reingreso, del que ya lo habían informado—. Buah, tío, pero si yo pensaba que aún seguías en la Unidad de Estupefacientes aunque yo ya no fuera tu jefe…

—Pues ya lo ves, Pablo, al final me trasladaron a Homicidios. Y qué quieres que te diga… Casi prefería currar en mi antigua unidad —le explicó de forma resumida su antiguo subordinado—, porque vaya telita el escenario del crimen con el que me he encontrado… Desde luego, casi echo la pota.

Aquella opinión agudizó la ya de por sí elevada curiosidad de la que disponía Pablo, por lo que, espoleado por ella, decidió acompañar a su subordinado y ambos sortearon el precinto, introduciéndose en la vivienda de Edgar Fernández. Mientras atravesaban las estancias del piso en dirección a la escalera que los conduciría al despacho subterráneo, Pablo le preguntó a su agente acerca de una mujer de unos setenta años que estaba siendo interrogada por otros agentes en el comedor.

—La casera de la víctima —le indicó Dani—. Verás, resulta que ayer por la noche, cuando creemos que se perpetró el suicidio, la vecina de la víctima, que por cierto se llama Edgar Fernández…, la víctima, no la vecina, fue a quejarse a la casera del inquilino porque el cabrón estaba gritando como un descosido, ya que se ve que estaba encerrado en un despacho ubicado precisamente debajo del piso contiguo. Por suerte, la casera también tenía llaves del inmueble, así que abrieron la puerta de este piso y entraron para llamarle un poco la atención.

—Y ahí fue cuando la abuelita vio el fiambre y se le cayó la dentadura del susto —intuyó Pablo mientras bajaban por aquella escalera y avanzaban a través del pasillo subterráneo.

—No exactamente —negó, señalando la puerta con cerradura al final de aquel corredor—. El tío se cerró por dentro con una llave de la que su casera no disponía de ninguna copia. O sea, que la pobre señora no tuvo otra opción que aporrearla y aporrearla para que Edgar la escuchara y la abriera desde dentro…, sin ningún resultado. Al final tuvieron que esperar hasta esta misma mañana y llamaron entonces a un cerrajero, quien logró abrir la cerradura. Gracias a ello, todos pudieron entrar en el despacho y se encontraron con el maldito fiambre.

—Vamos, hombre, no me jodas. ¿En serio a la señora no le importó esperar hasta la mañana siguiente mientras su inquilino agonizaba como un cerdo en el matadero? Mucho cariño no le habría cogido, por lo que se ve —rezongó Pablo mientras examinaba cuidadosamente el pomo de la puerta del despacho. Entonces, cambió bruscamente de tema y emitió una orden—: Primera tarea: empolvar la superficie de este pomo. Si encuentran alguna huella dactilar que no se corresponda con la del fiambre, podremos empezar a plantearnos la hipótesis de un asesinato. Lo mismo fue el asesino quien cerró la puerta desde fuera llevándose la llave de Edgar consigo.

—¡No veas, Pablo, te veo en muy buena forma! —lo elogió su agente, haciendo amago de aplaudir, a lo que el exinspector reaccionó humildemente afirmando que no era para tanto.

A continuación, se internaron en el lóbrego despacho subterráneo de Edgar Fernández y dejaron la puerta entreabierta. Los agentes de la Policía Científica ya habían procesado el escenario, a juzgar por la presencia de marcadores numéricos diseminados a lo largo del cubículo, pero por desgracia, los sanitarios ya se habían llevado el cuerpo y en su lugar habían dibujado una silueta con tiza blanca al lado del espejo.

—Y gracias a Dios que ya lo han hecho, te lo digo muy en serio —gruñó el agente, cruzándose de brazos. El inspector le preguntó con la mirada acerca de la razón de aquella gratitud—. Por lo visto, el capullo del forense no tuvo ningún problema en levantarle un poco la camiseta y dejar que nos traumáramos todos observando la profundidad de los cortes en la carne… ¡Vomitivo, te lo juro!

—Bueno, hombre, tienes que disculparlo; es su trabajo —lo disculpó con resignación—. Seguro que gracias a eso habréis podido confirmar que el tipo murió a causa de las puñaladas… Aunque bien podría deberse al consumo de alguna droga que, al final, le hubiera producido un paro cardíaco.

Ciertamente, pensaron tanto Dani como Pablo, aquella última teoría tenía bastante sentido, teniendo en cuenta cómo había logrado el señor Edgar infligirse todas aquellas mutilaciones en la carne con precisión milimétrica sin desistir lo más mínimo durante el macabro procedimiento. En cualquier caso, el exinspector no perdió el tiempo en soporíferas reflexiones y examinó atentamente todas y cada una de las pruebas halladas y marcadas en el escenario. En primer lugar, la pluma estilográfica desamparada por el suelo y ubicada cerca de la puerta, junto con un pequeño manchurrón de tinta negra en la pared que permitió deducir al inspector que procedía del extremo de la pluma al chocar contra el muro, cuando seguramente la víctima la había arrojado por los aires como consecuencia de una probable frustración psicológica.

En segundo lugar, el folio de papel posado encima del escritorio de madera con un único título, El suicidio in medias res, impreso en él con la misma tinta líquida que poseía el manchurrón marcado en la pared. Esto le permitió atar cabos, algo a lo que había estado acostumbrado durante su época en Estupefacientes, y resolver que Edgar había escrito el título de un futuro relato pero que, a causa de un posible bloqueo de escritor, no llegó a sacar a relucir una sola idea que plasmar en el papel, lo que lo angustió lo suficiente como para desprenderse violentamente de la pluma y acto seguido apuñalarse. Además, el hecho de que el título contuviera el término «suicidio» no dejaba lugar a dudas acerca de lo que le había sucedido.

Junto al folio, por otra parte, Pablo y Dani visualizaron la llave que indudablemente Edgar había empleado para cerrarse herméticamente en el habitáculo. De no tratarse el supuesto asesino de un individuo con la sobrenatural habilidad de traspasar las paredes, la presencia de la llave en una habitación cerrada parecía suponer que nadie podría haber salido de ella manteniéndose la puerta sellada.

Finalmente, y como no podía ser de otro modo viniendo de un personaje como él, la prueba que más acaparó su atención fue un pequeño círculo de humedad situado en el centro de la habitación, prácticamente invisible y del que, de no haber sido señalado por su agente, Pablo nunca se habría percatado por sí mismo. Dani contuvo una risita cuando le comunicó que los rayos ultravioletas utilizados por la Policía Científica habían permitido identificar el rastro como una mancha de líquido seminal que se había secado con el paso de las horas. Como era de esperar, Pablo se desternilló de la risa.

—¡No veas el tío, qué campeón! —exclamó, simulando que se frotaba su propio miembro viril—. Me lo estoy imaginando ahí, dándole brillo y poniendo cara de pletórico… ¡Madre mía, menuda gayola buena que se pegó! —Siguió estallando en carcajadas durante unos cuantos segundos hasta que, para alivio de su compañero, consiguió serenarse un poco—. Bueno, pues por lo visto parece evidente que, además de frustración creativa, también tenía ciertas frustraciones sexuales… Más motivos aún para hacerse los cortes esos en la barriga, lógicamente.

—¿Y qué opinas de todo esto, Pablo? ¿Crees que podría caber la remota posibilidad de que se tratara de un asesinato a pesar de todo lo que has dicho? Lo digo porque, a lo mejor, el asesino tenía una copia de la llave y consiguió infiltrarse para después salir de la habitación tras cerrarla con la copia.

—Como he dicho antes, eso podremos saberlo mejor cuando los de la Científica hayan cotejado las huellas del pomo con las del fiambre —repuso Pablo, extrayendo repentinamente el teléfono móvil del bolsillo—. También podría darse el caso de que, aun teniendo el asesino una copia, Edgar en realidad lo conociera y los dos hubieran estado reunidos amistosamente en el despacho. Pero de ser así, deberíamos pensar mejor en una mujer, ¿no? Porque dudo que el jambo este se hubiera frotado el manubrio delante de un tío, a menos que fuera maricón… ¡Buah, yo que sé, ya lo pensaremos más tarde! Por ahora, de momento puedes retirarte. Yo subiré dentro de nada.

Dani obedeció, le aseguró de nuevo a su superior lo considerable que resultaba su euforia ante el hecho de poder volver a trabajar con él y se marchó del despacho mientras Pablo buscaba en Internet a través del móvil el significado de la expresión in medias res. El resultado fue tan terriblemente complejo para él que refrenó el impulso de estrellar el teléfono contra la pared.

—«Una técnica literaria donde la trama, los hechos tal y como nos los presenta el narrador, comienza en mitad de la fábula, los hechos ordenados en el tiempo linealmente». —Tocó la pantalla táctil y desplazó la yema del dedo hacia abajo para que fuera mostrado el resto de la página—. «Fue utilizada por primera vez por Horacio en su Ars Poética. Uno de los ejemplos es La Odisea, de Homero, pues el poeta, tras invocar a las musas…». Pero ¿qué me estás contando, bloguero de los cojones? ¿Tú qué es lo que me estás contando?

En aquel instante, perdió tanto la noción del tiempo como la del espacio, teniendo en cuenta además el claustrofóbico escenario en el que se encontraba cautivo. Empezó a merodear alrededor de la cámara en círculos, como una paloma en medio de una plaza buscando migas de pan que llevarse al estómago, mientras se frotaba frenéticamente su pelo puntiagudo.

En sus tiempos mozos, dentro de la Unidad de Estupefacientes, el crimen más horrendo con el que se había topado siempre había consistido en el hallazgo de un cuerpo con la garganta seccionada y la lengua asomada a través de la abertura hemorrágica; «La sonrisa del payaso», que les era infligida a los chivatos. Y, simplemente gracias a la indagación a través del círculo social de la víctima, el investigador conseguía identificar, encontrar y finalmente aprehender al responsable, siempre vinculado al siniestro mundo del narcotráfico. Pero aquello era demasiado. Aquel caso no solo implicaba la posesión o al menos el exhaustivo aprendizaje de nociones de teoría literaria, sino también una profundización en la psicología de los «escritores malditos», por denominarlo de algún modo.

Se planteó claudicar, abandonar aquel escenario inmediatamente y volver a lidiar exclusivamente con los hilarantes vigoréxicos aquejados de dismorfofobia que abundaban por doquier en su acogedor gimnasio de barrio. Pero en el preciso momento en que salió del despacho subterráneo, dispuesto a regresar a casa para preparar su ropa de repuesto, un recuerdo considerablemente reciente emergió procedente de los recovecos más profundos e inaccesibles de su neocórtex cerebral, un recuerdo compuesto por unas concretas líneas de conversación mantenida con su mujer aquella misma mañana.

—La chica rubita obsesionada con la literatura policíaca… —musitó para sus adentros, frunciendo el ceño, manteniendo la boca completamente abierta y rememorando todos y cada uno de los datos que le había proporcionado Esther referentes a aquella clienta tan particular—. Ella es escritora de relatos, como lo era aquí mi fiambre… Y estudiaba Lengua y Literatura Castellana en la universidad… ¡Coño! Qué narices, entonces podría echarme un cable para resolver este puzle de vete tú a saber cuántas putas piezas.

 

Capítulo 2

Al cabo de unos pocos segundos después de haberse formulado aquella convincente propuesta, valoró que la cantidad de aire fresco que podía inhalarse en aquel reducto subterráneo era equiparable a la cantidad de espacio del que dispondría un dinosaurio para moverse en el interior de una cápsula de cianuro. Así pues, cruzó de nuevo el pasillo y subió el tramo de escaleras para acceder al comedor del domicilio de Edgar, imaginando que se encontraría por segunda vez con la casera de la víctima. Afortunadamente para él, en aquel momento, su silla había sido ocupada por una joven de la misma edad aproximada que Dani, una chica provista de una larga melena morena, piel blanquecina, cabeza redonda, ojos esplendorosamente verdosos, torso con medidas perfectas y, por encima de todo, con un busto tan voluminoso que el músculo de su entrepierna parodió la firme postura de un oficial del ejército.

—Inspector, la chica se llama Laura —le informó Dani mientras otros dos agentes uniformados le tomaban sus huellas dactilares—. Acaba de llegar hace nada en cuanto se ha enterado de la muerte de Edgar. Según su declaración, había cenado con la víctima ayer por la noche, antes de que bajara al despacho. Y tanto la casera como los vecinos confirman, a juzgar por lo que escucharon, que los dos tortolitos habían discutido acaloradamente.

Pablo le agradeció aquella concisa aclaración a su subordinado, les solicitó —o más bien les exigió— a los dos agentes que se retiraran a descansar y se sentó en otra de las sillas de la mesa, justamente enfrente de la fémina. Su admirable y caballerosa «discreción» lo instó a permanecer unos segundos escrutando el pecho de la mujer, quien dibujó una expresión displicente en su rostro y procuró cubrirse el escote con la chaqueta. Entonces, sobresaltándolos tanto a ella como a Dani, extrajo su Walther y encañonó con ella a la indefensa mujer.

—Lo siento —se disculpó Pablo sin molestarse en bajar el arma—. Considéralo una deformación profesional de cuando curraba en Estupefacientes e interrogaba a todo tipo de chusma respaldada por el amariconado Código Penal. ¿Puedes confirmarme que durante la noche de ayer cenaste con el chorbo que ahora está en el despacho con el estómago rajado? —Laura asintió con la mirada perdida debido al inexistente tacto de aquel pintoresco individuo—. Cojonudo. Ahora dime, ¿por qué discutisteis? ¿Me llamarías loco si te dijera que esa discusión podría haberte motivado perfectamente a bajar a ese cubículo y matar a la víctima con el cuchillo de cocina?

—¡Desde luego que está usted loco! —le espetó Laura con vehemencia—. ¿Cree acaso que despreciaba tantísimo a ese pobre hombre como para quitarle la vida… de esa manera? Y tampoco discutimos, inspector. La gente tiende a hablar demasiado. Simplemente, hubo varios momentos en los que, imagino que fruto de la frustración, se puso en pie y me metió la bronca por haberle dicho que solo lloriqueando no iba a conseguir triunfar en el mundillo de la literatura.

—Lloriqueando, fruto de la frustración… No me había equivocado con respecto a lo de la frustración creativa, entonces. ¿Vivía atormentado el tipo por no ser capaz de escribir un relato literario que estuviera a la altura de lo requerido para ser publicado?

Laura así se lo confirmó, agregando que además le había sido imposible soportar que todas y cada una de las editoriales del país ignoraran sus propuestas enviadas por correo, lo que posiblemente había ocasionado que no hubiera probado bocado alguno durante la cena mientras que ella, por educación, había digerido su propio plato por completo. El agente Dani enarcó una ceja, pues consideró que el hecho de que la chica les indicara si se había terminado su plato o no resultaba completamente irrelevante en aquel interrogatorio.

—¿Y qué me dices de una probable frustración… de carácter sexual? —prosiguió Pablo. Laura, lógicamente, sacudió su cabeza en señal de incomprensión—. Porque ya te aviso que el nota se hizo una pajilla buena buena antes de destriparse el abdomen a cuchillada limpia. ¿Qué pasó, que te pidió que follaras con él y le hicieras una cubana con las tetas y lo mandaste a comer mierda?

Durante el periodo laboral en el que habían trabajado juntos, Dani había sido testigo directo de su constante irreverencia a la hora de llevar a cabo los interrogatorios policiales con los sospechosos de todos aquellos asesinatos que siempre simbolizaban los estallidos causados por un mismo detonador llamado «ajuste de cuentas». Pero en aquellos tiempos lo veía justificable, atendiendo al sórdido mundillo en el que siempre se había visto sumergido en la Unidad de Estupefacientes y al que solamente podía plantar cara con aquel método si pretendía sobreponerse a toda aquella drogadicta lacra social. En aquella ocasión, sin embargo, Pablo estaba haciendo gala de la misma brutalidad verbal con una inofensiva conocida de un pobre desgraciado que simplemente había decidido quitarse de en medio sin perjudicar a ningún tercero, y ciertamente aquello lo incomodaba demasiado.

—¡Es usted un insolente y un maleducado! —le recriminó la chica, quien en aquel instante se habría levantado y retirado del domicilio si el inspector no le estuviera apuntando con su pistola—. Sí, es verdad que Edgar se quedó unos segundos babeando mientras me miraba los pechos y tuve que llamarle la atención más de una vez, pero no me hizo ninguna proposición indecente ni nada por el estilo. Él sabía que yo tengo novio, después de todo, y que ya no solo por lealtad sino porque estoy loquísima por mi pareja, ni se me habría pasado por la cabeza ponerle los cuernos con él.