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PRESENTACIÓN

Estas páginas cuentan varios de los innumerables episodios protagonizados por mandatarios colombianos de los siglos XIX, XX y XXI, que ilustran la dimensión humana y terrestre, de quienes en distintas épocas han tenido en sus manos los destinos de lanación.

El lector estará muy cerca de momentos y circunstancias presidenciales que, no obstante ser personales, incluso íntimas, de diversa manera dejaron huella en nuestra historia política, y que bien pueden dar luces para entender —si ello es posible en un país tan confuso como este— situaciones conocidas y desconocidas por las generaciones presentes.

El libro está dividido en seis secciones, las cuales, a su vez, se hallan formadas por capítulos de mediana extensión. La primera se titula «De novela» y expone grandezas y miserias como para que el lector se quede con lo que más le atraiga o subyugue. Podrá contar con el célebre «¡Triunfar!» del Libertador en la población peruana de Pativilca, las ambiciones de Mosquera, la novela de Marroquín, el ya legendario toque de queda de Carlos Lleras, en 1970, hasta llegar a tiempos de sillas vacías y nuevos mejoresamigos.

La segunda, «Tentaciones y algo más», recoge muestras de las pulsiones por el poder de algunos mandatarios, que los colombianos hemos presenciado en distintas épocas y condiciones, y la forma como finalmente se desenvolvieron.

«Tiros y troyanos» —a caballo de la expresión tradicional— agrupa escenas de sangre y fuego en las vidas de tres generales inolvidables: Bolívar, Santander y Reyes. Por su parte, «Entre gritos y zancadas» trae a hoy escenas de un dinamismo sui géneris, de esas que resaltan el cariz humano de hechos que parecen salidos de un cuento.

La quinta sección, «El corazón de Núñez», se centra en dos realidades: el Regenerador y su cuore. Se ve, a grandes rasgos, la «película romántica» del ilustre presidente cartagenero, que combinó, como pocos, las llamadas de Eros y del poder.

La última se llama «De golpe en golpe». No se requiere imaginación para darse cuenta de que trata sobre los golpes de estado habidos en Colombia, tan pocos hasta ahora, que es un auténtico milagro.

Así, pues, se halla estructurada esta obra, con historias perennes casi olvidadas y que guardan secretos y claves para comprendernos mejor. Valga decir que la primera edición circuló en el año 2001 y que la presente es una versión revisada y actualizada. Con esto último quiero decir que se incluyen capítulos dedicados a los presidentes Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos.

¿Qué le pasará a quien finalice la lectura? Nada distinto a reforzar la convicción patente en el título del libro: que nuestros mandatarios no han sido más que hombres que difícilmente alcanzaron a ser presidentes, y presidentes que fácilmente alcanzaron a ser hombres.

EL AUTOR

Medellín, marzo de 2015

DE NOVELA

¡TRIUNFAR!

Los grandes hombres se cuidan de entregar a la historia respuestas rápidas y precisas, transmisoras de un estado de ánimo pleno de decisión, con el propósito de comunicar entusiasmo, intimidación o alguna otra cosa.

Es el caso del Libertador y su célebre «¡Triunfar!» pronunciado en la población peruana de Pativilca, a comienzos de 1824, cuando se hallaba azotado por fiebres y malestares. Cortante respuesta que dio a don Joaquín Mosquera, hermano del famoso general, al preguntarle qué pensaba hacer en medio de las dificultades por las que Bolívar y su causa atravesaban en ese momento.

Aquella sola palabra fue la exteriorización de diversas dolencias espirituales y emocionales del Libertador. No salió de su boca pensadamente, con raciocinio extenso y prolongado, sino como consecuencia de una angustia rabiosa que por entonces lo consumía.

¿Y de dónde acá todo esto?

Primero hay que recordar que en Ecuador, el Libertador venía recibiendo pésimas noticias de las luchas intestinas que se libraban en el Perú, circunstancia que favorecía más a los intentos españoles de reconquistar estas tierras que al objetivo de conservar la todavía endeble independencia. Sin embargo, obtiene del Congreso peruano la autorización de embarcarse hacia tal país, cosa que hace en los primeros días de agosto de 1823, con el exclusivo fin de enfrentar las amenazas peninsulares y poner orden en casa.

A la preocupación inicial de cómo estaban las cosas en Perú se une luego, al entrar en Lima, la molesta percepción de un no disimulado clima de aversión y desconfianza hacia su persona e ideas. Se había dicho a los limeños que quien estaba a punto de llegar era casi un bárbaro, al frente de tropas nauseabundas de negros y mestizos, identificados en el común afán de arrasar con cuanto de bueno hubiera en el Perú. Por supuesto, quienes más atención y fe pusieron a lo dicho fueron los encopetados de la ciudad. A estos les costó trabajo reconocer, con el paso de los días, que aquel hombre derrochaba simpatía y claridad de ideas y que nada debían temer.

Un tercer elemento, preparatorio del estado anímico que estalló en Pativilca, fue saber que las tropas patriotas acantonadas en territorio peruano estaban debilitadas por las enfermedades, el desánimo, la indisciplina y la deserción, y eran unas tres veces menores en cantidad que las realistas. Ese panorama le punzó el coraje, pero también le revolvió el sentido de las cosas, hasta el punto de dirigirse al general Santander, entonces vicepresidente de Colombia, para solicitarle el envío de diez o doce mil soldados de refuerzo.

Aquí surgió un nuevo factor de malestar para el Libertador, pues con el paso de las semanas comenzó a creer que el Congreso colombiano y el mismo Santander trataban de dilatar el suministro de las tropas requeridas, con el argumento de que eran necesarias para la defensa del suelo nacional.

Además de todo esto, sobre la sensibilidad de Bolívar había empezado a trabajar otro elemento, representado por la traición en ciernes del marqués de Torre Tagle, presidente provisorio del Perú, y quien lo había recibido con una amplia sonrisa en el puerto de El Callao tiempo atrás. Su deseo era expulsar al Libertador del suelo peruano y entrar en arreglos con las autoridades españolas para ejercer una especie de codominio.

Aunque fueron secretas las acciones de Torre Tagle, ellas se manifestaron abruptamente cuando la guarnición argentina, con sede en El Callao, entregó las defensas del puerto a los españoles, lo cual significaba que las tropas libertadoras perdían el dominio de la costa del Pacífico y que no sería posible la llegada por mar de los refuerzos colombianos. Dos consecuencias que sublevaron la bilis de Bolívar en Pativilca, lugar en el que había tenido que detenerse por el «tabardillo» (también conocido como tifus, enfermedad infecciosa grave, con fiebre, delirios y signos físicos evidentes), tras su paso por la malsana costa, camino de Lima, hacia donde iba con la decisión de poner pecho a las traiciones que comenzaban.

Todos estos fenómenos se confabulaban para arredrar el ánimo del Libertador, sin lograrlo, pues, contrariamente a lo previsible en otra persona, en él fueron causa suficiente para levantar la mirada por encima de las dificultades. Así lo encontró don Joaquín Mosquera, futuro presidente de Colombia, quien venía del sur de América, después de cumplir misiones encomendadas por el Padre de La Patria. Pero escuchemos a Mosquera:

Seguí por tierra a Pativilca y encontré al Libertador, ya sin riesgo de muerte a causa del tabardillo, que había hecho crisis, pero tan flaco y extenuado que me causó su aspecto muy acerba pena. Estaba sentado en una pobre silla de vaquería, recostado contra la pared de un pequeño huerto, atada la cabeza con un pañuelo blanco y sus pantalones de yin, que me dejaban ver sus dos rodillas puntiagudas, sus piernas descarnadas, su voz hueca y débil y su semblante cadavérico. Tuve que hacer un grande esfuerzo para no largar mis lágrimas y no dejarle conocer mi pena y mi cuidado por su vida.

Todas estas consideraciones se me presentaron como una falange de males para acabar con la existencia del héroe, medio muerto. Y con el corazón oprimido, temiendo la ruina de nuestro ejército, le pregunté: «¿Y qué piensa hacer usted ahora?». Entonces, avivando sus ojos huecos, y con tono decidido, me contestó: «¡Triunfar!».

UN REMEDIO
LLAMADO CAICEDO

El primero de julio de 1843, sábado, el general Domingo Caicedo viajaba a su hacienda por los lados de Puente Aranda, por entonces fuera de Bogotá, en compañía de sus más fieles servidores, que lo veían con la timidez y el respeto que les inspiraba el hecho de haber sido presidente poco tiempo atrás. De pronto, cuando menos lo esperaban los acompañantes, el viajero —que por entonces iba a cumplir sesenta años—, falleció en medio de la estupefacción de unos y otros. Terminaba así, bajo el cielo azul veraniego de la sabana bogotana, la existencia de quien llegó a ocupar en varias ocasiones la primera magistratura de la nación, siempre en condición de encargado.

Aquellos asustadizos parroquianos quizá no tenían muy claramente establecida la significación que había detrás de la cifra de encargos de la Presidencia que el militar capitalino había logrado completar en doce años —desde 1830 hasta 1842—, período particularmente difícil y elocuente de la historia de Colombia.

En efecto, Domingo Caicedo hizo lo que ningún otro colombiano ha podido alcanzar luego de dos siglos de vida independiente: pasearse por los pasillos del palacio presidencial en cortas y a veces largas «palomas» ejecutivas.

La suerte para ello le empezó en los mismos tiempos del Libertador, quien le tuvo un aprecio notorio, pese a que Caicedo nunca fue un bolivariano a morir. En marzo de 1830, cuando Bolívar ya sentía la intensa subversión corporal y anímica de la mala salud, el general bogotano experimenta por vez primera los gozos del mando presidencial —relativos en ese instante—, que dejaron en su espíritu una curiosa adicción. Si así puede llamarse a la delicia que debió sentir cada que las circunstancias o los hombres lo llamaban para encargarle el mando nacional, invitación que casi siempre aceptó con toda la voluntad.

Ese, el primer encuentro con la sede presidencial y sus intimidades, en el crucial 1830, fue el anticipo de lo que sería su devenir a lo largo de los años siguientes. Porque después vendrían otras vivencias de suma utilidad para su hoja biográfica, pues a tres mandatarios constitucionales y a uno de facto les facilitó solución en momentos singulares de sus vidas o de la vida nacional.

A don Joaquín Mosquera, primer presidente después de la muerte del Libertador, lo reemplazó tanto en las horas de su mala salud como en los episodios de mala suerte para la República. Al general Santander lo «dejó» gobernar sin la perspectiva próxima de su imagen como remedio transitorio. Pero luego vino el período de José Ignacio de Márquez, a quien en varias ocasiones le recibió el poder mientras aquel atendía labores particulares u oficiales. Y el gobierno del general Pedro Alcántara Herrán, en el cual Caicedo volvió a sentirse con la venia del primer empleo público.

En medio de esa galería de posesiones fugaces del general Caicedo surgen dos preguntas muy claras: la una, relacionada con su condición de presidente encargado, nunca titular; y la otra, con la renovada oportunidad que tuvo para suplir al mandatario principal.

¿Por qué este general, bogotano de pura entraña, no fue presidente en propiedad, habiéndose encargado tantas veces de la primera magistratura? La respuesta hay que buscarla en las eventualidades de una época signada por las grandes personalidades del período que se vivió desde 1830, cuando mueren el Libertador y la Gran Colombia. Es decir, que junto a la agitación y la dinámica de aquellas horas, en las que la Patria decidía continuar su marcha sin la tutela de Bolívar, Caicedo no brillaba por afanes exhibicionistas. Cosa sí observable en otros de los actores del momento.

A Caicedo le importaba más su imagen como «remedio», como colaborador extraordinario en tiempos difíciles, que la proyección de ser el primero. Ello, a su vez, le daba plena satisfacción y motivo de llevar una vida relativamente tranquila, burguesa, sin mayores complicaciones. Sabía que las palomas presidenciales le llenaban con suficiencia las aspiraciones históricas, al lado del recuerdo que tenía de su experiencia miliciana al servicio de las ideas libertadoras.

¿Y por qué fue él, y no otro, el llamado a encargarse reiteradamente? Porque procedía de una familia que tenía especiales vínculos sociales y políticos con España misma y con la almibarada vida capitalina, entorno apropiado para señalarlo como socio mimado por los dioses de la balbuciente nación. Dicho en otras palabras, porque fue un afortunado por la vida, un hombre con suerte, un ciudadano de adecuadas conexiones.

En ningún momento fue aspirante a la presidencia. Su nombre no figuró de primero en ninguna lista. Los conciliábulos de esos años pocas genuflexiones le hicieron. Y él correspondió a ello con medida intención.

Sin embargo, los textos se ocupan de este abogado y militar sabanero, a quien por lo menos en una ocasión se le tuvo que urgir para que cumpliera con sus compromisos constitucionales —cuando el gobierno de Urdaneta—, y en las más, bastó una leve indicación para que fuera a palacio como huésped de paso. Con todo, la crítica histórica aplaude su comportamiento cuando los sucesos que condujeron a abortar el mandato del general Urdaneta y su actitud ante las condenas, por el atentado septembrino de 1828. Estos dos, rasgos muy ilustrativos de la forma como tomó sus encargos este buen ejemplo de la medianía colombiana.

CORONADO POR DECRETO

El general boyacense Santos Gutiérrez, antes de llegar a ese grado militar, terminó estudios de Derecho en la capital, como era usual. Pero entró en la historia más por acciones en la milicia que por desempeños en el foro. Con todo, su caso —el de abogado-general—, se repitió en los sucesos políticos del siglo xix, cuando las guerras civiles desviaban a los jóvenes de los salones universitarios hacia los campos de batalla, donde obtenían grados castrenses quizás impensados por ellos mismos.

Gutiérrez fue alcanzando poco a poco —tras la dureza propia de esa actividad— por los distintos ascensos militares en los ejércitos que la pasión partidista inspiraba y organizaba. Sirvió al liberalismo con devoción y eficacia, como también a los principios patrios. Así, se le ve en las tropas contrarias al golpe de Melo, a cuyos seguidores civiles y milicianos combate con éxito. También durante los enfrentamientos de partido en Santander, entre 1859 y 1860, en pleno gobierno de Ospina Rodríguez.

Donde su brillo alcanza más resplandor es en la guerra —comentada más adelante— que el general Mosquera emprende contra el último de los citados. El militar boyacense respalda decididamente al rebelde oficial caucano y su colaboración es en verdad muy apreciada por este.

Sin embargo, el aprecio más definitivo y hondo fue el de la Convención de Rionegro, convocada por el mismo Mosquera, para ordenar el país. Escenario que también sirvió para resaltar los méritos de quienes hubieran sobresalido en las luchas anteriores. Lo que ilustra que este tipo de prácticas ha estado muy vinculado a la idiosincrasia nacional.

Allí, bajo la severa y entusiasta mirada de los convencionistas, Gutiérrez escucha una lectura que lo llena de orgullo y sana vergüenza. Era el 7 de mayo de 1863, cuando la corporación se hallaba próxima a culminar sus tareas.

Ese día, «en atención a los importantes servicios prestados a la Patria por el distinguido ciudadano general Santos Gutiérrez», se dicta el siguiente decreto:

Artículo 1.° Concédase al ciudadano general Santos Gutiérrez una guirnalda de oro, ornada de piedras preciosas. Esta guirnalda será de tamaño natural. Uno de sus semicírculos se formará de un ramo de laurel y el otro de un ramo de encina, ambos esmaltados de verde para simbolizar, en el primero, las cualidades del guerrero valeroso, hábil y afortunado, y en el segundo, las virtudes cívicas del ciudadano.

En la parte interior de la guirnalda se grabará la siguiente inscripción: La Convención Nacional de Colombia al ciudadano general Santos Gutiérrez – 7 de mayo de 1863.

Artículo 2.° El Poder Ejecutivo queda encargado de la ejecución de este decreto, y se le abre el crédito necesario para que la obra sea digna de la Convención y del ciudadano a quien se otorga.

Hay que situar la anterior comunicación en el marco de una asamblea llamada a celebrar la victoria de una parcialidad sobre otra, en los ensangrentados campos nacionales. También en la conducta, muy humana, de estimular y agradecer el denuedo de los hombres de armas, sustento ordinario del poder en Colombia. Y en el hecho de haber sido Santos Gutiérrez un ciudadano que no despertaba agudos sentimientos en su contra, sino todo lo opuesto, aun entre quienes fueron combatidos por su espada.

¿Qué pensaría hoy la opinión pública si el Congreso Nacional concediera distinciones como la votada a favor del general boyacense? ¿Cuál sería la reacción de la oposición ante un decreto de esa naturaleza a favor de uno cualquiera de los generales en servicio?

En aquellos años, no obstante, decisiones como esta eran miradas con, dijéramos, tierna simpatía por la ciudadanía. Salvo, naturalmente, por aquellos que veían en tales homenajes la expresión de sentimientos sectarios. Lo cual no dejaba de ser común —y explicable, sin lugar a dudas—. La reacción del general Gutiérrez ante tamaña generosidad de la Convención fue muy clara como para dudar de sus propósitos. Al agradecer el decreto y lo que en él se indicaba, dijo:

[…] yo acepto esa guirnalda y renuncio formalmente a la de oro y piedras preciosas, en favor de algunas de las muchas viudas o huérfanos de los nobles y valerosos soldados del tercer ejército [que él dirigía] sacrificados en la contienda a la que nos lanzó el principio absolutista […].

Añadía que la cantidad aplicada para el gasto previsto se dividiera en partes iguales y fueran entregadas a los presidentes de Santander y Boyacá, para el fin anunciado.

La respuesta del militar no sorprendió a sus colegas y amigos. En realidad, cuanto había venido ejecutando dentro de las exigencias milicianas y partidistas lo venía haciendo con el más patético espíritu de servicio, conforme a unos criterios que tenía como acertados.

De todas maneras, con el paso de los años, sobresale la renuncia de un alto mando a tan apetitosa muestra de admiración, aprecio y confianza, máxime si procedía de una convención como la de Rionegro, reunida en un momento histórico tan especial. Porque no hay que ver intención demagógica y superficial en la actitud del general Gutiérrez, puesto que lo rodeaba un prestigio castrense y político seguro. Tanto que, pocos años después, llegó a la primera magistratura. Y tanto que, la misma corporación, también lo eligió como miembro del ejecutivo colectivo que gobernó al país, a raíz de la renuncia que del mando hiciera Mosquera, al principio de la asamblea.

Ahí queda, pues, la elocuencia de dos hechos simples —una distinción, una renuncia— como invitación a pensar en cómo cambian las épocas y las formas de apreciar las cosas en nuestro país.

SIN MIEDO A LA PRENSA

El domingo 10 de abril de 1864 se posesiona como presidente titular el abogado y periodista tolimense Manuel Murillo Toro, una de las figuras liberales del pasado más sugestivas y lúcidas, asentada en las estribaciones del radicalismo de la época, movimiento que surgió, creció y murió al impulso de las agitaciones ideológicas y políticas de la segunda mitad de esa centuria.

Es importante repasar el año en cuestión (1864), por razones que nos servirán para comprender el tema que nos ocupa. El país venía respirando una atmósfera de oposición y belicismo. Se recuerda, por ejemplo, la agitación que se introdujo en los delineamientos nacionales desde el dinámico gobierno del general José Hilario López (1849–1853), quien, entre otras cosas, dispuso la absoluta libertad de los esclavos y realizó gestiones que conmovieron a la somnolienta sociedad de entonces. También debe traerse el episódico gobierno del general Obando, sucesor de López, durante el cual se configuraron con ímpetu grupos de variada procedencia conceptual, cuyo enfrentamiento ambientó los preámbulos del golpe que dio al traste con su cuatrienio. Al lado de ello, la guerra civil que siguió para rescatar el mando Ejecutivo, usurpado por el general Melo, paisano de Murillo Toro, habiéndose dado un lamentable derramamiento de sangre, que llenó de zozobra y pasión a la atemorizada población colombiana.

Tras estos pasajes de intensa polémica y polarización de los ánimos apareció el gobierno de Mallarino, identificado como un verdadero remanso, que trajo algo de sosiego a las gentes. Pero todo fue un placebo porque en la base de las heridas se encontraban el resentimiento y la duda agresiva, que hallaron expresión durante el mandato que siguió al de Mallarino, encabezado por el abogado conservador Mariano Ospina Rodríguez, hombre sin agua en la boca, actitud que estimuló —como lo acabamos de ver— la reacción del general Mosquera, que poco necesitaba para empuñar las armas y llamar al combate.

Al anunciar las trompetas de la guerra el triunfo del caudillo caucano, toma las riendas del poder con la decisión y altanería propias de su temperamento. Circunstancia que se prolonga desde 1861 hasta comienzos de 1863, cuando se reunió en Rionegro, Antioquia, la célebre convención, escenario que recogió el triunfalismo «mosquerista» con un toque de sensatez en algunos aspectos. Todavía estaría Mosquera un año en la presidencia, como gracioso reconocimiento de aquella corporación al vencedor de los ejércitos conservadores. Porque Murillo Toro, según se dijo al principio del capítulo, le recibió el mando en abril de 1864.

Mosquera entregó el cargo con un visible dejo de nostalgia y hasta de disgusto. En parte, aguijoneado por la conducta, en el fondo displicente, de la mayoría de los convencionistas de Rionegro, y en parte, molesto porque en las elecciones presidenciales fue derrotado por Murillo Toro, un civil capaz de encarar situaciones complejas.

De modo que este mandatario tolimense llegaba al poder con esas espaldas históricas descritas en los párrafos precedentes, en las cuales era nota constante la agitación personalista y grupal. Por eso no podía extrañar a nadie que Murillo, siendo liberal, radical y hombre civilista, también fuera objeto del lenguaje mordaz e irritante tan usual en la época que nos ocupa. Pero el nuevo presidente bien conocía los resortes de dicha expresividad como periodista que era —y muy prestigioso—.

Esto le facilitó adoptar una posición de inusual madurez y autodominio ante la fuerza rotunda de las críticas que llegaban de la oposición. Y lo condujo a recibirlas, con entereza tal, que no tuvo dificultad en sentar criterios que lo honraron ayer y lo enaltecen hoy, cuando las opiniones de los medios de comunicación hacen roncha en los gobernantes. De ahí que cualquier día, espontáneamente, le dirigiera una carta al director del periódico El Independiente, inspirado por el malestar que conservaba el general Mosquera y orientado por un periodista de toda la confianza del general caucano. La comunicación decía así:

Remito a usted el valor de la suscripción por un trimestre. Aunque se ha presentado lanza en ristre contra mí, saludo sinceramente su aparición y le deseo larga vida. Sin imprenta que refleje con toda libertad los diversos matices de la opinión, es imposible administrar con mediano acierto. Además, es del más alto interés que cale bien en nuestras costumbres la asistencia de la prensa, tanto como medio de formar el criterio nacional como para realizar el gobierno de la oposición.

Por esta razón, cuando el gobernante o administrador tiene la calma de leer todo sin preocuparse de lo que afecte a su persona, lastimando su vanidad o su amor propio, los periódicos que lo atacan o censuran más fuertemente quizás le sirven mejor que aquellos que lo aprueban o sostienen.

Deseo mucho que tengamos al fin un gran movimiento periodístico, que discuta y someta los principios y los hombres al crisol de una crítica severa e implacable, único medio que veo de moralización, y como ustedes se anuncian así, deseo que no desmayen. Por mi parte, quiero dar el ejemplo de entregar toda mi vida pública, todos mis actos como funcionario público a la censura de mis conciudadanos.

No importe que a veces sean injustos y apasionados.

Y como creo que el hombre público pertenece en todo y por todo a la sociedad, no vacilo en decir que admito también, con gusto y por convicción, la censura o el examen en la vida privada. Ustedes me harán un gran servicio, ya que me encuentro a la cabeza de la administración, si no sólo no guardan contemplación con mis propios actos o conducta, sino también si me ayudan a moralizar el servicio, flagelando en sus columnas a todos los funcionarios que no sean, en público y en privado, dignos de servir a nuestro incipiente país.

Con criterios presidenciales de este calibre puede concluirse que, cuando los gobernantes no temen a la prensa, esta no teme a los gobernantes.

EL GRAN CAMPEÓN

A Tomás Cipriano de Mosquera se lo conoce como Gran General, título dado por sus más entusiastas partidarios y que llenaba plenamente la capacidad de orgullo de este militar, quien, como pocos, vibraba hasta el fondo con cuanto le representara poder y causa de veneración.

Sin embargo, dentro de las posibilidades del léxico actual, surge una expresión que denota de inmediato la actitud triunfalista del general y político liberal: «Gran Campeón», por las irrebatibles ganas que mostró de tener el poder en sus manos cada que tuvo ocasión. Es decir, que ningún otro de los ciudadanos que han ocupado la presidencia de la República agrupa tantos motivos para ser identificado como tal, como gran campeón, en la lucha por llegar a la primera magistratura.

La personalidad histórica de Mosquera está traspasada por un inusual corte de mando, atafagado de ansias presidenciales que lo condujeron en varias oportunidades a gobernar el país y, en otras, a verse cerca de la elección. Su vida transcurrió entre la euforia del triunfo y la amargura del fracaso. Fue una constante transpolación vital en su temperamento varonil y belicoso, no exento de una hondura humana significativa, cuya proyección quiso siempre dirigirla hacia una ciudadanía sorprendida por su genio y su talante.

Su primer contacto con la magia del poder presidencial fue en 1845, cuando se dispuso a regir los destinos patrios durante cuatro años. Llegaba con una hoja de servicios militares y políticos llena de méritos suficientes para ganarse la adhesión de la mayoría de los electores. Su espíritu tiritaba de una emoción y una vanidad fuera de lo ordinario, mientras su inteligencia aclaraba con total definición lo que debería ejecutar en esos cuatro largos años de cara al país.

Esta administración fue impactante. Dejó huella. Las generaciones siguientes lo reconocieron, haciéndose eco de la opinión generalizada tras la terminación de su período. Así, con la nostalgia del aplauso y la venia, Mosquera dejó transcurrir unos cuantos años e intentó llegar por segunda vez a la primera magistratura. Consideró que el buen nombre de su pasada gestión le aseguraría el retomo. Pero la suerte de los sufragios le fue adversa en 1857, año del triunfo de Mariano Ospina Rodríguez.

Esto supuso que confluyeran en el caudillo caucano dos sentimientos de amplio espectro: el gozo de la buena imagen de su cuatrienio de 1845 a 1849 y el malestar por la pérdida de las elecciones. Ambas sensaciones se confabularon y rompieron con el equilibrio de sus ímpetus: emprende la guerra contra Ospina Rodríguez, como ya se vio, con la vehemencia que da la intuición de la victoria y, en 1861, entra soberbiamente a Bogotá con el mando ejecutivo en sus manos.

Por fin, de nuevo, sentía la pesadez, la grata pesadez de la presidencia. Aunque pendiente de consolidarla.